26 febrero 2008

CONCORDIA

[Hay relatos que enseñan mucho. Uno de ellos es "La muerte de Iván Illich", de Tolstoi. En ese relato se cuenta lo vacía que puede ser una vida, aparentemente llena de éxitos profesionales y sociales; y luego lo terrible que se ve, en soledad, la muerte que se acerca inexorable, cuando uno siente que ha desperdiciado su existencia. Dice Vincenzo Cerami que "quien no haya leído este extraordinario relato debería procurárselo para disfrutarlo primero y estudiarlo después."

Hay relatos que duelen y éste es uno de ellos; a la vez, enseña mucho. En apenas un par de horas de lectura se puede percibir, intelectual y sensiblemente, algo muy importante para la orientación de la propia vida personal.

Unas veces es una historia breve; otras, una novela que leemos muy a gusto y que nos hace pensar. Dice Alfonso López Quintás: "La buena literatura aviva en el hombre el sentido de lo esencial, lo que vertebra la vida humana. De ahí su gran poder formativo."

¿Quién no recuerda el impacto que le produjo la lectura de "Un día en la vida de Ivan Denisovich", o "El pabellón de cáncer", ambas de Solzhenicin? ¿Y "Los restos del día", de Kazuo Ishiguro? ¿Y "El guardián entre el centeno", de Salinger?

Hay relatos que enseñan mucho. Y lo prueba el hecho de que con mucha frecuencia se han utilizado para instruir: basta pensar en "el método caso" en las Escuelas de Negocios, o en la orientación familiar, o en la formación moral de los sacerdotes. Pero en estos últimos años tienen un protagonismo nuevo y se nota, sobre todo, en la abundante producción de libros que tratan de "storytelling".

Por citar algunos de los libros publicados en los últimos años: "¡Será mejor que lo cuentes! Los relatos como herramientas de comunicación. Storytelling", de Antonio Nuñez (Empresa Activa, 2007); "Storytelling in Organizations.- Why Stoorytelling is Transforming 21st Century Organizations and Management", Stephen Denning et al. (Elsevier, 2005); "The Springboard: How Storytelling Ignites Action in Knowledge-Era Organizations", Stephen Denning (Butterworth Heinemann, 2000); "Learning through Storytelling in Higher Education", J. McDrury J. y M. Alterio (Kogan Page, 2002); "Working Knowledge", L. Prusak y T. Davenport (Harvard Business School Press, 1998).

Hoy publicamos en este blog un relato inédito. Se titula "Concordia" y su autor firma con el pseudónimo de Matías Maidagán. Es un cuadro minimalista -al estilo de algunas películas de Zhang Yimou- que detalla con precisión una situación matrimonial deteriorada desde hace tiempo y que pudo terminar mal.]

# 430 Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Matías Maidagán

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CONCORDIA

(Extensión: 13 folios standard, Times 12)

He estado a punto de separarme de mi marido pero al final seguimos juntos. Voy a contar esa historia. Me llamo Gabriela Aranaz.

Empezar una historia por el final le quita mucha emoción. Todos los cuentos suelen tener un trayecto imprevisible, si cuentas el final se acabó. Una buena historia debe comenzar por el principio y acabar por el final, sobre todo si tiene su misterio.

He intentado hacerlo así, pero me parecía que estaba faltando a alguien o a algo. Estaba poniendo demasiada técnica, mucho intríngulis, en una cosa que no era para eso. Era una historia de mi marido y de mis hijos, de mi familia, no iba a hacer de eso un espectáculo. Ni siquiera un espectáculo narrativo. Yo no pretendía que mi historia fuese interesante, sólo quería que la conocieran algunos, los que la podían aprovechar.

Tal como ha quedado reconozco que ya no es tan emocionante, pero yo la cuento con más serenidad y mejor. Además recuerdo lo que decía Conchita Juste, que bastante interés tiene la vida aunque la gente sepa el final.

Quiero decir también otra cosa que me ha pedido Julián que diga (Julián es un amigo nuestro que se ha empeñado en que escriba todo esto). Antes los relatos acababan bien, pero ahora no ocurre necesariamente así, y muchos acaban mal. Éste acaba bien. Es más, si hubiese acabado mal no lo hubiese escrito. Ya sé que esto es muy discutible pero yo no tengo ninguna duda, ése es mi punto de vista (y también el de Julián). Si la historia hubiese acabado mal no la contaría de ninguna manera. Como máximo me hubiese puesto a llorar durante unos días. Después hubiese procurado que se me olvidara.

I

El caso es que el día siete de agosto tuvimos que ir a las campas de Salburúa, al lado mismo de Vitoria, donde había una exhibición de globos y de zepelines. Fuimos Cote y yo con Mónica, que es nuestra hija de diecisiete años. Sobre todo íbamos por Jokin, que es nuestro segundo hijo. Ha cumplido ya veintiún años y ese día volaba en un globo que llevaba preparando mucho tiempo. Tiene una afición loca.

Cote conducía el coche, yo iba delante y Mónica detrás. Desde Lejona, que es donde vivimos, a las campas de Salburúa fuimos en silencio la mayor parte del viaje. No porque estuviéramos enfadados, sino porque no teníamos muchas cosas que decirnos Cote y yo. Más bien nada. Mónica hablaba de vez en cuando.

Ella sufría por nuestra situación (siempre que hable de nuestra situación me quiero referir a la situación de Cote y mía). Sufría, eso era innegable, pero no se le notaba mucho. Era alegre y nunca se ponía del lado de ninguno de los dos en las cosas que podían separarnos. En cambio se ponía al lado de cada uno en las cosas que podían unirnos. Mónica ha sido siempre un cielo y además saca unas notas buenísimas. Todo esto ya irá saliendo.

Cote iba conduciendo como lo hace siempre, con suavidad y con una concentración absoluta. No con ese tipo de concentración de los malos conductores, que están contraídos y pueden hacer cualquier disparate. Cote es muy buen conductor, conduce con gran naturalidad. Lo que hace es poner los ojos en la carretera y olvidarse del resto del mundo, va a lo suyo. Siempre fijo en la ruta, como dice aquel chiste. Parece que la carretera le interesa mucho y todo lo demás, incluidos nosotros, no le interesa nada.

No es tan distinto de lo que hace con el resto de las cosas. Se concentra y se dedica a ellas. Nosotros estamos al margen.

A estas alturas de la vida yo no tenía ningún interés por descubrir cómo era, porque me lo sabía de memoria, no había lugar para la sorpresa. Tenemos cuarenta y siete años y nos conocemos desde los diecisiete. Entonces estábamos en primero de carrera y éramos de los más jóvenes del curso. Yo era diez días más vieja que él. Hasta hace cuatro años me hubiese gustado que fuese al revés, pero ahora me da vergüenza sólo de pensarlo.

Cuando pasamos por el puente de Róntegui creo que iba dando vueltas a eso, al modo de ser de Cote. Pero no lo hacía para dolerme de ello. Yo a Cote no le reprocho que sea como es, que tenga ese temperamento. Eso no se le puede reprochar a nadie, a no ser que sea uno mismo tonto. Todas esas cosas que dicen algunas mujeres de sus maridos, que ya no son como antes, que no les conocían bien cuando se casaron, me parecen a mí una tontería.

Cote no ha cambiado nada desde que le conocí. Yo ya sabía cómo era, y él sabía como era yo. Lo que le echo en cara quizá sea precisamente eso, que su mujer y su familia han crecido a su alrededor y él no, él ha seguido donde estaba, ha seguido manteniendo su misma posición, sus mismos intereses, sus mismos hábitos. Todo igual.

Este asunto de su modo de ser se me había podrido dentro. Estaba muerto, ya no me dolía. Lo que hacía era mantenerme en una situación permanente de tristeza, pero no era como una puñalada cada vez que lo advertía. Cuando pensaba en ello lo veía con la objetividad con la que se mira el cadáver de una persona que no tiene nada que ver contigo. No es agradable pero tampoco te hace llorar. Comprendo que es muy duro hablar así, lo hago para explicar mi posición.

II

Mónica se empeñó en que teníamos que entrar en Bilbao para echar unas cartas. Unas cartas de las de toda la vida, con sello. No le preguntamos nada, a quién escribía o por qué lo hacía. Bien mirado son preguntas lógicas. Tiene teléfono, tiene ordenador, tiene internet, tiene correo electrónico, tiene de todo. Además, aunque no lo tuviese, ya no se escriben cartas.

Le dije que era un poco sorprendente. No sólo porque nos hiciese entrar en Bilbao (también hay buzones en Lejona), sino porque me parecía difícil de entender que escribiese cartas. No es que se lo recriminara como si fuese algo malo sino como algo fuera de lo normal. Ella me contestó que no todos tienen ordenador y que en Lejona no se sabe cuándo recogen el correo.

Desde hace ya meses tiendo a darle la razón en todo. No se la doy como se da la razón a un loco, sino a alguien que tiene un grado de sensatez inalcanzable para uno. En los dos casos, la locura y la sensatez extrema, hay algo que se nos escapa. Pero es totalmente distinta una cosa de la otra, claro está. De modo que echamos las cartas.

La salida de Bilbao fue bastante triste para mí. Yo estaba mirando el Puppy, creo que se llama así, que es esa especie de escultura vegetal de un perrito que han hecho junto al Guggenheim. Todo lo que tenía esa imagen de amigable y graciosa lo tenía de irremediable nuestra situación. Estas relaciones no se producen de un modo consciente. Sientes una cosa, recibes el impacto de otra completamente distinta, y se quedan las dos unidas en el fondo de la mirada. A partir de entonces ves a Puppy y sientes la tristeza de lo irremediable. Sientes la tristeza de lo irremediable y te encuentras viendo a Puppy. Buena parte de nuestra intimidad tiene estas mezclas. No es que sean importantes, pero no se te olvidan.

Algunos filósofos creo que hablaban de la conversio ad phantasmata, o sea del regreso a las imágenes. Se estudiaba en segundo de Filosofía. Se puede abstraer, pero al final se encuentra uno con Puppy o con otra imagen pintoresca. Eso lo sabe todo el mundo.

Entonces dijo Mónica

—Qué bonito es Puppy, mamá. Qué bonito.

Cuando lo dijo ya habíamos pasado el Sagrado Corazón y no se veía a Puppy por ninguna parte. Yo me sobresalté. Me dio aprensión, como si me hubiese adivinado el pensamiento. Le contesté que sí, haciendo ver que la cosa no iba conmigo, Respondí como si su pregunta me hubiera sacado repentinamente de una ensoñación lejana, pero no era así en absoluto. Estaba pensando que Puppy era muy bonito y que nuestra situación era irremediable.

III

La desviación para la autopista de Logroño se coge pocos kilómetros después de la salida de Bilbao. La autovía se bifurca, y en los dos viales hay un cartel que pone Vitoria, pero en uno con la señalización de carretera nacional y en el otro con la señalización de autopista. Por poner un ejemplo, yo siempre he tenido la ilusión de decirle a Cote, no te metas por ahí, que ésa es la carretera general, coge la autopista. Pero nunca he conseguido hacerlo porque él ya lo sabe. Él está atento y conoce perfectamente lo que hay que hacer. Va mirando la carretera y no necesita que nadie le aconseje. En todo, no sólo en esto.

Ya sabía cómo era Cote cuando me casé. Pero no es lo mismo tener veintitrés años que tener cuarenta y siete. Entonces las cosas me afectaban de otra manera, hasta me hacían gracia las cosas que ahora me resultan incomprensibles.

Lo que pasa es que he estado veinticuatro años al pie del cañón y disparando. Y eso que no he sido nunca artillera, pero me ha tocado estar al pie del cañón. Soy una mujer de salir y de trabajar, no de quedarme en casa. No es que me haya dedicado a contar los años que he estado así, ni que esté decepcionada de todo lo que he hecho como esposa y como madre, en absoluto. Lo que digo es que yo podía haber hecho lo mismo que Cote, tenía sus mismas condiciones más o menos. Una espera por lo menos que se lo reconozcan, que la miren como a alguien que ha estado doscientos sesenta meses disparando.

Pasan diez años y no te das cuenta, tienes hijos, te desvives, hasta disfrutas. Pasan quince y tampoco te parece que las cosas hayan cambiado demasiado. Pasan veinte y la vida comienza a pesarte. Pasan veinticuatro y estás como estaba yo, mirando a Cote y diciéndome, ¿cómo es posible que estemos tan lejos?, ¿cómo es posible que no se dé cuenta que llevo veinticuatro años al pie del cañón sin ser artillera?, ¿cómo es posible que no haga otra cosa que mirar a la autopista de Logroño? Y además me hacía las preguntas sin dolor, sólo con desconcierto.

IV

Casi ni me di cuenta de que habíamos pasado Basauri y Arrigorriaga. Mejor, porque esos escenarios más que para verlos parece que están para padecerlos. Cuando pasábamos por Llodio, que es también muy deprimente, seguía yo con Puppy en la cabeza, o sea con lo irremediable de nuestra situación. Miraba Llodio, aquella masa de edificaciones compacta y oscura, y me decía, esto es mucho más adecuado para evocar lo nuestro, Llodio es la imagen perfecta para esta tristeza. Pero seguía Puppy en el fondo de mi mirada.

Todo el problema ha estallado en los últimos cinco años. Más que estallar se ha podrido, como ya he dicho. Primero te cansas, una vez cansada lo piensas, y una vez pensado lo sufres sola. El cansancio así es muy malo, fermenta y se pudre.

Cuando digo que te pesa la vida no quiero decir que sea sólo la tuya, también la de los demás. Vives con los problemas de otros, y no sabes distinguirlos bien de los tuyos propios. Sobre todo lo de Charo y Gorka Santisteban, aunque no sólo lo de ellos.

No voy a contar su historia, para qué. Estoy totalmente de acuerdo con Julián, es una obligación no contar las historias que acaban mal. Tampoco diré que hay que rehuirlas, pero para qué convertirlas en un muestrario. Si la gente tomase estas precauciones las cosas irían mejor. De todas formas han sido muchas horas de conversación con Charo. Nunca le he dicho que tenía toda la razón y estoy orgullosa de no haberlo hecho. De todas formas, cuántas veces le he dado la razón en silencio, cuántas aquiescencias implícitas, para mis adentros.

No en todo le he dado la razón, ya lo he dicho. Por ejemplo, me parece que es totalmente falso, una tontería incluso, el empleo que hace Charo del ellos son así, o sea del genérico ellos. Para nada. Algunos son así y otros no. Algunas son así y otras no.

En esto de saber mirar a los demás y hacerse cargo no sirven los criterios machistas o feministas. Yo me pregunto, y se lo he dicho a Charo más de una vez, ¿qué cosas en común tenemos Sandra y yo, o Luisfer Beloki y Cote? En este caso es totalmente al revés. Todo lo que le ha hecho llorar Sandra a Luisfer en los dos últimos años, me lo había hecho llorar Cote a mí hace cinco o seis. Ahora no lloro porque ya está todo llorado. Además Luisfer me lloraba a mí directamente, para más inri. O sea que no es una cuestión de género. En este caso la que no sabe mirar es Sandra, me parece.

V

Habíamos pasado Llodio, gracias a Dios, y entonces dijo Mónica

—Mamá, esos pantalones te caen divinos, estás monísima.

Ahora no me había adivinado ningún pensamiento. En aquellos momentos los pantalones los tenía yo en una lejanía infinita. Le dije a Mónica que no me podían caer ni bien ni mal porque estaba sentada, y que ella desde donde estaba casi ni me los veía. Dijo Mónica

—No te lo digo por ahora, te lo digo porque te he visto antes.

Me lo dices, pensé yo, porque has visto a tu madre atacada por la preocupación. De todas formas acusé el impacto del elogio. Se entiende que lo acusé en forma de gratitud, no de vanidad. Cómo no voy a agradecer a Mónica todos sus esfuerzos. Son todos de buena ley. A mí me parecía que no servían para nada (quiero decir en el sentido de arreglar nuestra situación), pero me daban un gran consuelo.

¿Sabía Mónica por qué hacía todos esos esfuerzos? No lo sabía y sí lo sabía. No es que tuviese una estrategia consciente de ayudar. Lo que pasa es que había creado un hábito de bondad. Le salía la bondad de un modo fácil. Además atinaba, casi siempre conseguía dar en alguna parte del corazón. Ya estamos acostumbrados, pero si un día nos faltara ella nos daríamos cuenta de golpe de todo lo que habíamos perdido.

Me acuerdo que se lo dije a Cote cuando ella tenía doce o trece años, después no se lo he vuelto a decir. Le dije, ¿te das cuenta que esta niña es muy buena? A mí me daba miedo que no se hiciese cargo, que pensase que era una niña buena como las demás niñas buenas. Una niña divertida, cariñosa, de buen carácter, con las virtudes de la niña clásica. Una bondad convencional. Pero yo no quería decir eso. Lo que quería decir es que ella era heroicamente buena. Me recordaba a la protagonista de El metro de platino iridiado, de Pombo, que se llamaba María. También a algunos personajes de Jane Austin, por ejemplo Fanny Price.

Estoy venga a hacer teorías, pero las hago adrede, porque si no sería imposible para mí dar las verdaderas dimensiones de todo lo que tengo que contar. Si no cuento estas cosas me parece que no podría expresarme bien. Julián me ha dicho que lo cuente todo, no sólo lo que pasó en la vida, sino lo que pasó en mi cabeza.

VI

Camino de Vitoria el panorama había cambiado por completo. Atravesábamos el valle de Orozco y toda la parte del Goikomendi. Los bosques de las laderas son una preciosidad. A mí me gustan siempre, cuando llueve y cuando hay mucha luz. Ese día hacía sol y estaba el tiempo muy bueno. Cote miraba adelante. No hacía ningún ademán específico de comunicación. Yo le pregunté

—¿Te acuerdas que trajimos aquí a Edorta y a Jokin hace doce años o así, a unos campamentos?

—Vagamente, sí.

Así era. Lo que tenía que ver con sus hijos y conmigo estaba vagamente instalado en su cabeza. En cambio, lo que tenía que ver con él estaba nítidamente implantado. Su mirada para eso era penetrante. Más que penetrante era indesmayable. Podía tardar más o menos tiempo pero lo conseguía. Con todo lo suyo era muy eficaz.

He leído dos veces un libro que se titula El descubrimiento de la lentitud. Es como si hablase de Cote. Trata de un marinero inglés que es como Cote, tiene su misma coherencia y su misma obstinación. En un libro estas cosas te gustan. Al final llega a ser gobernador de Tasmania, pero el libro no dice lo que deja detrás.

Me figuro que si a una mujer le toca un hombre lánguido y sin deseos de triunfar también podrá quejarse. Ahora, si a mí me preguntaran con cuál me querría quedar, si con el lánguido o con el ambicioso, no sabría qué elegir. Yo me sentía nostálgica de alguien con quien se pudiera perder el tiempo, aunque no fuese un tiburón. No es que Cote sea un tiburón en el sentido que se le da ahora a esta palabra, pero tiene bastantes cosas parecidas, va a lo suyo, busca su presa.

Ya me daba cuenta yo que no era lo mismo mi caso que el suyo. Yo ambiciones no tenía. Podía tener aficiones, pero ambiciones no, porque no estaba metida como él en la batalla de la competencia. Él tenía su profesión, que era como un aliciente que no se le desactivaba nunca. Siempre estaba pensando en lo que quería conseguir, hasta extremos que a mí me parecían ridículos. Estaba muy bien por ejemplo que Cote tuviera interés por publicar un trabajo. Uno más, porque tiene mil. Pero no era de recibo que anduviera llamando todo el día a la editorial, a la revista, a la secretaria de redacción y al corrector de pruebas.

Si hiciese lo mismo con las cosas de la familia yo le disculparía fácilmente, pero eso era lo que no pasaba. Le disculparía también si además de llamar a la editorial me avisara a mí, pero no me avisaba. Quiero decir que los defectos son muy distintos si se conllevan en común.

VII

De Bilbao a Vitoria la autopista sube poco a poco, de modo constante, hasta llegar al puerto de Altube. Apenas se nota cuando vas en un buen coche. Sólo lo adviertes cuando pasas a un camión cargado que va por el carril de la derecha. Yo miraba unos carteles muy gráficos que indicaban lo peligroso que es no darse cuenta de la diferencia de velocidad entre un camión y tú, porque te lo tragas.

Es la pura verdad, no sólo en relación con la autopista, también con nuestra situación. Tenemos dos velocidades, una Cote y otra yo. Él me pasa por la izquierda a gran velocidad, casi sin fijarse. Y si se me ocurriera meterme yo en su carril no sé lo que pasaría. Nos estrellaríamos, me figuro. Otras veces pasa al revés, que es él el que va lento y desganado, cuando se trata de cosas que me parecen a mí de sumo interés y de necesidad para mí y para mis hijos. Entonces le paso yo a gran velocidad, pero toda esa prisa se me atraganta.

Eran bonitas esas señales de un camión a sesenta por hora, y dos coches detrás a ciento veinte, con el morro hacia abajo y el culo levantado, que se tragan el camión. Puede pasar eso y puede pasar también que cada uno vaya por su carril y que no se encuentren nunca, que no vayan nunca a la par. También esto es triste.

Todo era triste aunque no me doliera ya. Entonces dijo Mónica

—Qué dibujo más divertido, mira, mamá.

Hice ver a Mónica que salía de nuevo como de una ensoñación, y que aquella señal no me decía nada en particular. Lo cierto era que sentí una conmoción interior parecida a las que se siente ante un golpe de miedo o ante una alegría inesperada. Era una mezcla de las dos conmociones. El miedo lo sentía por el misterio y la alegría por no estar sola. Le dije a Mónica que aquella señal no era nada comparada con Puppy, que era mucho más bonito. Ella me dio la razón. Después dijo

—Pero son completamente distintas.

—Algo se parecen.

No sé a qué vino el que yo dijera esto, que era una interpretación peregrina de aquellas imágenes, o por lo menos totalmente subjetiva. Mónica no contestó nada, pero al cabo de unos segundos dijo

—Tienes razón.

Yo no estaba para hermenéuticas, no quería saber qué es lo que había interpretado ella con ocasión de lo que había dicho yo. En estas cosas tengo un poco de recelo, hasta de miedo. Tal vez lo había vuelto a adivinar. Es raro que la lucidez y la bondad lleguen a asustar. No quiero decir con esto que Mónica me asuste, Dios me libre. Me consuela y me libera.

Mónica tenía de ordinario una palabra que decir, normalmente una palabra atinada. En cambio me resultaba difícil de comprender que Cote y yo nos hubiésemos quedado sin palabras. Me parece que ya he hablado de esto, pero no tengo más remedio que volver. No entendía que Cote no tuviera nada que decirme de su trabajo, por ejemplo. Que no tuviese problemas o éxitos. Tenía las dos cosas pero yo me enteraba por fuera, hasta por la prensa, aunque esto parezca inverosímil. Cuando le dieron el premio de la Diputación sobre literatura comparada me enteré por el periódico. Recuerdo que le dije, mirando la noticia

—¿Eres tú?

—Sí, ¿no lo sabías?

Podía haberle respondido que lo sabía vagamente, pero ni siquiera eso era cierto porque no lo sabía en absoluto.

Cote ya era así cuando me casé, pero me resultaba incomprensible que siguiera siendo así, que veinticuatro años de matrimonio no le hubieran abierto unas cuantas grietas en su impermeable. Sabe hablar, no es cuestión de timidez o de falta de efusividad. Le ves hablando con Sandra y nadie diría que le gusta el misterio y el silencio. Parece mentira. El uno y la otra tienen problemas de comunicación, los pones juntos y se comunican de maravilla. Se miran y se cuentan y no acaban. No quiero decir que haya entre ellos nada raro, aparte de que se caigan bien y se traten. Suponiendo que esto mismo no sea raro.

A mí me hace gracia, por decir algo, ver a Cote con Sandra. Cote no se da cuenta de su transformación, creo yo, aunque nunca lo hemos hablado. Es de vergüenza ajena, y eso que la única persona delante de la que puede hacer el ridículo soy yo, que conozco su otra manera de ser. Charo debe de tener razón en parte, muchas veces son como niños, se dan muy poca cuenta. Advierten con mucha más dificultad el tono, la mirada, el clima. Para una mujer todas estas cosas son fáciles. Cosas que a una mujer le ponen de los nervios, ellos ni se enteran.

En el año mil novecientos setenta y seis, cuando nos casamos, jamás hubiese pensado que iba a echar de menos la conversación de mi marido. Todo me parecía interesante, aunque no hablara. Había un clima de comunicación distinto.

No es lo mismo tener veintitrés años que tener cuarenta y siete, claro está, pero además me parece que entonces había otra cosa. Teníamos las mismas convicciones, creíamos en Dios. No digo que ahora no creamos, pero se nota poco si creemos o no creemos, no es como antes. Entonces podíamos encontrar un sentido a casi todo lo que nos ocurría.

Hay una cosa que considero cada vez más cierta. Querer a una persona no es una cuestión sólo de química sino también de física. Tiene que salir bien la mezcla, desde luego, y eso sería la química. Pero hay que contar con campos de fuerza que tienden a unir, o a separar, o a dejar a cada uno a su aire. En esto no ha sido sólo Cote el culpable, lo reconozco, me parece que también ha influido mi enfriamiento espiritual.

Más que teorías son ideas. Siento mucho tener que hacer tantas cavilaciones y discursos, pero una historia es muy difícil contarla sólo con hechos. Se puede, pero hay que ser muy buen escritor.

VIII

Cote seguía fijo en la ruta. Miraba la autopista, y se notaba también que dedicaba despreocupadamente alguna atención a los grandes bosques que se extendían a derecha e izquierda. En su cara se había instalado una pequeña sonrisa que no quería decir nada, me parecía a mí. O todo, según se mire. Quería decir exactamente que nada le importaba demasiado. Era como una declaración de neutralidad, a mi modo de ver. Él miraba su ruta y todo lo que no fuese eso no le daba ni frío ni calor.

¿Cómo podía mirar tan poco a su alrededor? Ya digo que no me sacaba de quicio en absoluto. Yo miraba la escena con ojos de alguien que está analizando, no con ojos críticos. Estaba triste pero con una tristeza que no esperaba nada. Lo que más nos duele no es ser derrotados, sino serlo cuando esperábamos ganar, y yo ya no tenía ninguna esperanza de ganar.

Habíamos llegado ya a las campas de Katxabaso, dejando Amurrio a la izquierda. Estábamos a punto de dejar la autopista de Logroño para coger la autovía de Vitoria. Entonces dijo Mónica

—Papá, ¿sabes a quién he escrito?

—A quién.

—A la tía Feli.

Feli es la hermana mayor de Cote, que vive en Valencia.

—Me parece muy requetebién. ¿Para qué?

—Para nada, para escribirle.

Cote miró por el retrovisor de dentro para ver a Mónica. Le sonrió. Después dijo

—Le podías haber llamado por teléfono.

—Ya, pero le he escrito.

—Estás en tu derecho, sí señor.

Cote se quedó pensativo, pero no más pensativo de lo que solía quedarse. Después dijo

—Yo cada vez escribo menos cartas, y eso que me paso el día escribiendo.

Mónica le dijo

—Es que me da la impresión que digo más cosas de las que digo hablando, con más fuerza.

Después de decirlo contrajo la cara mientras sonreía, con la intención de explicar que aquello era una opinión muy personal y discutible.

—Te entiendo perfectamente.

Pasó más o menos un minuto en el que recobramos el silencio, que fue el tono general del viaje. Entonces dijo Mónica otra vez

—¿Vosotros os escribíais?

—¿Cuándo?

—De novios. O al principio.

¿Qué era? ¿Era una pregunta que entraba dentro de la estrategia de bondad de Mónica?, ¿una pregunta orientada a la reconciliación? Desde luego era una pregunta ingenua, que pretendía distender. Pero lo que lograba era aumentar la tensión. Probablemente no obedecía a ninguna estrategia, ni siquiera a una estrategia inconsciente. Seguramente era pura curiosidad, aunque eso no quitaba tensión ninguna a Cote ni a mí. Tomé la palabra yo

—¿Si nos escribíamos tu padre y yo?

Mónica afirmó.

—Algunas veces nos escribíamos, pero poco porque estábamos la mayor parte del tiempo juntos en Bilbao. Lo único en la mili quizá.

Dije todo sin mirar a Cote, pero cuando terminé le miré, por si quería decir algo. Él seguía fijo en la ruta, no hizo ningún gesto. De repente dijo

—Sí que nos escribíamos. Nos escribíamos bastante.

Yo dije

—Quizá durante la mili.

—Y antes y después también.

No sabía yo a qué venía que Cote hiciera tanto hincapié en eso. Entonces dijo Cote

—Guardo las cartas.

Podía ser una broma, pero yo me extrañé muchísimo. Que guardase las cartas era algo sumamente raro, pero también lo era que hiciese bromas, y más sobre una cosa así. Se mirase por donde se mirase era sorprendente. Dijo Mónica

—Qué emocionante. ¿Dónde las guardas?

—En conserva. Es un secreto, no lo sabe ni tu madre, me parece.

Mónica se quedó callada, pero sonreía. Yo me quedé callada también, pero sin sonreír. Aquello era extraño, pero a mí no me pareció agradable. Quiero decir que si alguien te explica que guarda las cartas que le escribiste hace veinticinco años hay que preguntar por qué, y yo no iba a hacerlo. Puede guardarlas porque te quiere. Puede guardarlas porque es un coleccionista de documentos. Puede guardarlas para hacerte un chantaje. Puede decir que las guarda para hacer una broma. Pueden ser mil cosas y yo no hice nada por averiguarlo, lo único que hice fue sentirme incómoda.

De qué servía guardar unas cartas si no guardaba otras cosas, me preguntaba yo. Una lo que necesita no es que le miren la letra que tenía hace veinticinco años, sino que le miren al rostro. Yo ya ni me acuerdo de cómo escribía hace veinticinco años. Yo no estoy en aquella letra, yo estoy aquí. Me entraron ganas de llorar. Dijo Cote

—Y además las leo.

Pues con tu pan te comas todas mis cartas después de leerlas y releerlas, dije yo para mis adentros. Estaba violenta, estaba deseando que llegáramos a Salburúa. Me acordaba de Una letra femenina azul pálido, de Franz Werfel, de todos los malos presagios que las letras femeninas y pálidas pueden suscitar. Pero en mi imaginación, cada vez más enferma, estaba sobre todo Puppy.

IX

Ya habíamos pasado el peaje de Altube y estábamos metidos en la autovía de Vitoria.

Hay cosas que te desequilibran. Había pasado de una situación de indiferencia y de tristeza a otra de desasosiego y de enfado. No es lo mismo una cosa que otra. Ahora prefería lo de antes, estar dulcemente triste y abandonada a lo irremediable.

Si quisiera podría hacer perfectamente la crónica del desapego, de la falta de amor, como se hace la crónica de un partido de fútbol o de una corrida de toros. O como se cuenta la vida de un hombre ilustre cuando ya se ha muerto, paso a paso. Empieza por el dolor, sigue con un brote de odio (que te asusta), continúa por la insensibilidad y acaba en la lejanía y en la sensación de lo irremediable. Ése es el camino que yo había recorrido, del afecto al desafecto, podríamos decir. Ahora me parecía que había dado un paso atrás, y había pasado de la lejanía a un pequeño brote de rencor. Lo de las cartas me había hecho daño.

Entre nosotros no ha habido nunca disputas y mucho menos violencia. En la televisión se pasan más o menos la mitad del tiempo de los telediarios hablando de los malos tratos y deberían dedicar ese tiempo a hablar de la ausencia de tratos, que es el verdadero problema, por lo menos el nuestro.

Cualquiera que nos viera diría que vivimos en concordia. El coche de Cote y mi camión no chocan porque van cada uno por su carril. Tenemos la destreza suficiente para evitar accidentes, somos buenos conductores.

Pero el problema es la mirada. Yo lo que le pedía a Cote era que aprendiese a mirar, que no me pasara a toda velocidad por la izquierda, o que no se dejase adelantar a toda prisa por la derecha. Que se pusiese a la par y que mirase al conductor, que era yo, o a sus hijos. No es mucho pedir.

La concordia me daba igual, lo que yo quería era el concordismo. Puede parecer una disputa de palabras pero no lo es. No quería una especie de neutralidad desarmada, sino la voluntad de mirarnos el uno al otro. Eso era lo importante. Prefería hablar de concordismo que de concordia para no confundir las cosas. Concordismo es querer mirarse.

Voy a poner un ejemplo tonto. Yo comprendo que a Cote no le guste Virginia Woolf o Henry James, que a mí me gustan mucho. Le parecen estomagantes. Lo comprendo, son autores que se dedican a diseccionar las emociones como si cortaran un pelo en el aire. No le pasa sólo a Cote, le pasa a mucha gente más, me pasaba a mí misma hace quince años. Además él es un especialista, tiene todo el derecho a que le gusten o le disgusten los escritores. Pero si tu marido es un especialista en literatura yo creo que se le puede pedir que te pregunte por qué te gusta a ti Virginia Woolf o que te diga por qué le disgusta a él.

Si le comento algo de esto pone una cara lejana y como de no entender. Es como si pensase, pobrecita mujer, qué lástima de sensibilidad, qué autores le cautivan, qué bajonazo. Tal vez ni siquiera piensa eso, tal vez lo único que hay es un completo desinterés. Charo dice que no es que haya desprecio, del tipo yo no me voy a mezclar contigo en los gustos literarios, sino pura falta de interés. Quizá tenga razón.

Me gustaba verme como la Yvonne de Bajo el volcán, aunque reconozco que hay que tener mucha imaginación. Es ese libro tan difícil de leer pero tan bonito de Malcom Lowry. Yvonne va al encuentro de su marido, hace un viaje terrible, y su marido no le dice nada, bastante tiene con su borrachera y con sus fantasmas. De todos modos el caso del pobre Geoffrey Firmin es bastante más trágico que el de Cote. Y el mío bastante menos dramático que el de Yvonne.

X

Gracias a Dios estábamos llegando. Habíamos hecho los veinte kilómetros que separan Altube de Vitoria en menos de diez minutos. Cogimos en dirección a Pamplona. Las campas de Salburúa están muy cerca, bastante antes de llegar a Salvatierra.

Desde lejos, todavía en el coche, vimos los globos. La imagen era muy bonita. Una gran planicie con diez globos y dos zepelines. Parecía sembrada de hongos gigantescos, aunque había todavía algunos sin desplegar del todo. Dejamos el coche al lado mismo de los globos. No había mucha gente, pero la que había era muy adicta. No eran curiosos, sino verdaderos aficionados. Utilizaban una jerga propia bastante divertida.

Nosotros nos fuimos al globo de Jokin, que iba a volar con un amigo. Jokin estuvo muy cariñoso, pero tampoco nos dedicó mucho tiempo, porque estaba afanado con los preparativos del despegue. No era la primera vez que volaba, pero sí la primera vez que lo hacía bajo su responsabilidad y a sus expensas. O sea, a las nuestras, porque nosotros le habíamos dejado trescientas mil pesetas. Volar es muy caro, cada vuelo les sale a sesenta o setenta mil pesetas.

El día, ya digo, era magnífico. Se podía volar bien. A mí me pareció que no había viento, pero ellos dijeron que había un viento extraordinario, con rachas muy variadas y manejables. Se trataba de atravesar la sierra de Narbaxa y la de Urkilla. Querían pasar por encima del Aitzgorri, y después ya verían. Al final lo hicieron así y llegaron hasta la parte de Zegama, cerca de Idiazábal.

Nunca me habían dado miedo los globos aerostáticos, pero cuando los ves de cerca producen respeto. La envergadura, la ventolera del aire caliente, todo da la impresión de algo que es más grande que tú y que está por encima de tus reglas. A mí me venía además a la cabeza esa escena de Amor perdurable, de Ian McEwan, en la que intentan someter a un globo rebelde con un resultado trágico.

Mónica estaba venga a hacer fotos, muy contenta. Sacaba a Jokin, al globo, a nosotros, a los demás globos y zepelines. Pidió a una señora que nos sacase una foto a la familia al lado del globo, con Jokin en la cesta. Podíamos haber traído la cámara de vídeo.

Cuando el globo empezó a elevarse noté inestabilidad en las piernas, como cuando tienes vértigo. Notaba también que en lugar de alargar el cuello para ganar altura y ver mejor, lo que hacía era contraerlo, como si tuviese miedo de que algo se me cayese encima. Pero no dejaba de mirar el globo de Jokin. Saludaba con la mano y le mandaba besos. Disfruté, a pesar del vértigo y del respeto que me daba aquel cacharro.

Al final sólo se veían unos puntitos. Al cabo de veinte minutos estábamos discutiendo si el globo de Jokin era éste o aquél. Yo seguía con el cuello contraído, mirando en alto y haciendo visera con la mano. Cuando ya no había mucho que mirar, nos miramos nosotros y se acabó el espectáculo. Miré a Cote y se me representó Puppy con una claridad meridiana.

XI

Se estaba bien en la campa. Sacamos los bocadillos, las cocacolas y los yogures, y nos los comimos y bebimos al sol. Después Cote se tumbó. Le dije a Mónica

—¿Por qué no has traído el vídeo?

—Porque prefería hacer fotos.

Puse cara de cierta sorpresa. Le dije

—¿Prefieres hacer fotos a sacar vídeo?

—A veces sí.

No le pregunté nada más, como dando por supuesto que habría alguna razón misteriosa que a mí se me escapaba. Yo creo que entre las fotos y el vídeo no hay punto de comparación. A favor del vídeo, se entiende. Me dije, ella sabrá.

Cote se durmió y llegó a roncar, pero en un ronquido de superior intensidad se despertó. Dijo que se había despertado por el sol, pero se despertó por el ronquido, y tal vez por la risa de Mónica. Ya estábamos aireados, comidos y descansados. Nos metimos en el coche para volver a Lejona.

En el viaje de vuelta la que me dormí fui yo. Estuve en duermevela hasta pasado Arrigorriaga. Cuando ya me había despertado por completo me dijo Mónica

—Mamá, podemos parar en Bilbao para revelar las fotos y de paso te tomas un café.

Eran poco más o menos las cinco. Antes de contestar a Mónica hice un balance interior para ver si merecía la pena entrar a discutir esta propuesta. Las razones en contra yo las veía muy claras. Era una pérdida de tiempo entrar en Bilbao; las fotos no se suelen revelar en unos momentos, sino de un día para otro; yo no tenía ninguna necesidad de tomar un café. Pero había que contar con la presunción de acierto que yo atribuía a Mónica siempre, y también con la imprevisibilidad de su argumentación. Valorándolo todo me dio pereza discutir. Dije

—Claro que sí.

Cote hizo algunos signos negativos con la cabeza, pero se veía que estaba de acuerdo, dadas las circunstancias. Entramos en Bilbao. Cuando estábamos en plena Gran Vía nos llamó Jokin al móvil, diciendo que habían pasado ya el Aitzgorri y que las cosas iban muy bien. Era la segunda vez que nos llamaba. Fuimos buscando a ciegas un comercio de fotografía, porque no conocíamos ninguno. Al fin dimos con uno y entramos Mónica y yo.

Mónica lo hizo todo, entregó los dos carretes, habló con la chica, le convenció de la urgencia inapelable del revelado, le agradeció su buena disposición, y quedó para dentro de media hora como máximo, porque más tiempo no tenía. Yo escuchaba, dando por supuesto que todo saldría bien. Después fuimos a tomar un café, aunque Cote se tuvo que quedar en doble fila esperando.

Al cabo de veinte minutos ya estaba Mónica otra vez con la chica de la tienda de fotografía. Había gente esperando, pero la chica lo dejó todo y se fue adentro para ver cómo iba el revelado. Salió al poco rato con las fotos. Se pusieron a hablar las dos, mirando las fotografías. La gente estaba esperando, pero por lo visto estaban convencidos que de aquellas fotografías dependía buena parte del futuro de la sociedad vasca, porque nadie mostró la más leve señal de impaciencia. La chica llamaba a Mónica por su nombre, y Mónica a ella le llamaba Dana.

Cuando salimos, pregunté a Mónica

—¿Os conocíais?

—Sí, de antes. Cómo quieres que nos conozcamos, mamá.

Antes de salir es inevitable pasar delante del museo y de Puppy. Yo iba con los ojos cerrados, pero en el corazón se me iba formando un presagio, que era que Mónica iba a sacar el tema. Para evitarlo lo saqué yo. Le dije

—Menos mal que ya no te quedan fotos, porque si no seguro que nos mandabas parar para hacer una de Puppy.

Mónica se rió. Dijo

—Ya lo había pensado, pero no hace falta.

Se calló, y al cabo de un ratito dijo

—Lo tenemos en la cabeza.

XII

Cuando llegamos a casa, aunque sólo habíamos pasado cosa de ocho horas fuera, a mí me parecía que regresaba de un viaje por la vida. Estaba cansada.

Estuvimos viendo las fotografías los tres. Estaban muy bien, en general. Es verdad que a veces las fotos dan más información que los vídeos, y que transmiten más verdad. Me acordaba de aquel hombre que quería resumir la vida con una foto diaria, a la misma hora y en el mismo sitio. Sale en un cuento de Paul Auster que se llama Smoke. Es una tontería pero tiene gracia. Quizá tiene hasta un poco de verdad.

Cote se metió en el despacho, y Mónica y yo nos quedamos en la sala, bien sentadas, repasando las fotografías. Al cabo de un tiempo, me dijo

—Fíjate, mamá, fíjate qué preciosidad.

Entonces sacó una foto que tenía escondida y que no habíamos visto. No me la dio, sino que me la puso delante de los ojos. La había cogido con mucho cuidado con dos dedos por el borde superior y me la había colocado a un palmo de la nariz.

No pude recordar el momento en que la había sacado. La fotografía era muy bella y además de excelente calidad. No sólo estaba muy bien de luz y de nitidez, sino que había logrado esa rara coincidencia de los gestos. Dos personas que parecen una porque están en dos posiciones simultáneas idénticas, sin el menor atisbo de preparación ni de énfasis. La belleza de la naturalidad y de la armonía.

Estaba tomada de perfil, Cote en segundo plano y yo en primero. Él está ligeramente adelantado y me saca casi la cabeza, de modo que se nos ve a los dos perfectamente. Estamos mirando a lo alto, con el cuello un poco contraído, el mismo grado de contracción los dos, la misma dirección de los ojos. Se nos ve sonrientes y parecemos felices. Cote tiene el brazo izquierdo apuntando hacia arriba, con el dedo índice desplegado; yo el derecho exactamente igual, con el mismo ángulo. Cote tiene echado su brazo derecho encima de mis hombros. No recordaba que me lo hubiese echado. Debió de hacerlo más que nada por mantener el equilibrio, me parece a mí. Le dije a Mónica

—Es una foto preciosísima.

Es curioso, había mirado la fotografía como una joya de precisión y de delicadeza, pero hasta ese momento no me había evocado nada especial. Simplemente era bellísima. Mónica dio la vuelta a la fotografía y comenzó a mirarla. Después dijo

—Técnicamente es mejorable.

—En qué.

Mónica hizo corretear los dedos encima de la fotografía, sin tocarla. Dijo

—Tiene cosas.

Yo volví a mirar la foto. No me pareció que tuviera cosas. Dijo Mónica

—Pero es la mejor fotografía que he hecho en mi vida, me emociona.

Ella estaba emocionada. Sin darme cuenta, yo me estaba metiendo en la fotografía y me estaba emocionando también, pero no sabía exactamente por qué. Dijo Mónica

—Es increíble.

Mónica estaba mirando la fotografía, a mí no me miraba para nada. Estuvo todo el rato emocionándose sin ayuda de nadie, sólo con la fotografía.

—Qué es increíble.

—Estáis felices y no os miráis. Sólo miráis para arriba.

Yo pestañeé varias veces, pero sin preocuparme, porque Mónica no me miraba. Incluso me llevé la mano a la cara. Entonces dijo Mónica

—Los dos a la vez. Es increíble.

Estuvimos un rato así, ella mirando la foto y yo, sentada al lado, mirando a Mónica. Dijo

—Aunque estuviese toda la vida sacando fotos no hubiese conseguido esto, mamá.

—¿No?

—¿Quieres que se la enseñe a papá?

—No, déjame.

Le pedí la foto a Mónica y entré en el despacho de Cote.

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