28 agosto 2007

BENEDICTO XVI HABLA DE JESUCRISTO

[Hoy se ha puesto a la venta la esperada edición española de Jesús de Nazaret, el primer libro de Benedicto XVI. Se espera que se convierta en el fenómeno editorial del otoño, tanto por la expectativa generada entre los lectores como por lo sucedido en los países donde ya ha sido publicado (Italia, Alemania, Polonia y Francia), donde se ha consolidado como un gran éxito de ventas. Por ejemplo, desde su publicación en Italia, a mediados de abril, se han vendido medio millón de ejemplares.

Jesús de Nazaret es la primera parte de una obra que constará de dos volúmenes. En este primer volumen, de 448 páginas, se analiza la vida pública de Jesús, desde el bautismo en el Jordán hasta la Transfiguración.

Benedicto XVI hace una advertencia en el prólogo: «Este libro no es de ninguna manera un acto de magisterio, sino sólo el resultado de mi investigación personal sobre el ‘rostro del Señor’. Por eso, cada uno es libre de contradecirme».

Explica también el objeto del libro con toda claridad: reconciliar el «Jesús histórico», sobre el que tanto se ha investigado en el último medio siglo, con el «Jesús de la fe», un personaje que va más allá de lo que pueda describir cualquier Evangelio, o cualquier biógrafo.

El profesor Joseph Ratzinger manifiesta que «el camino interior hacia este libro ha sido largo», pues se remonta a los años juveniles, en los que sintió la misteriosa llamada de Jesús de Nazaret, el personaje más estudiado de la historia, sobre el que ahora proyecta su reflexión de biblista, teólogo y pensador.

“Joseph Ratzinger posee una enorme capacidad de proyección de cada pasaje del Evangelio sobre la totalidad de la Escritura, sobre la historia de la teología, sobre el horizonte humano a secas. Cada palabra de Jesús es importante, cada término sometido a análisis se ramifica por todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, y adquiere resonancia sinfónica. Es esta red de relaciones a menudo impensadas, pero deslumbrantes una vez establecidas, lo que hace tan atractiva la lectura de Jesús de Nazaret, y tanto más si el lector tiene ya un conocimiento mínimo de los cuatro Evangelios.” Este es el párrafo final de un artículo de José Miguel Ibáñez Langlois que puede leerse pulsando aquí.

Cuando se presentó el libro en Italia, escribió Juan Vicente Boo en ABC (14-IV-2007): “Como buen científico, el Papa respalda y elogia el ‘método histórico crítico’, recomendado por la Iglesia desde hace tiempo, pero advierte que ‘por su propia naturaleza, nos lleva hacia algo que lo supera’, y que sólo se comprende en toda su plenitud cuando a la arqueología, la epigrafía, la lingüística, la sociología y la historia se añade la reflexión teológica sobre la enseñanza de una persona que se presentaba como ‘hijo de Dios’ ante unos compatriotas que deberían o bien creerle o bien darle muerte por blasfemo.”

El libro también aporta importantes enseñanzas sobre el mundo contemporáneo y así advierte ante la engañosa ilusión del materialismo, o la dictadura de las opiniones dominantes en la sociedad, o la falta de humanidad del capitalismo.

Publicamos a continuación un artículo de Tomás Baviera, Director del Colegio Mayor Universitario de La Alameda (Valencia, España), titulado “Benedicto XVI habla de Jesucristo”.]

# 401 Varios Categoria-Varios: Etica y antropología

por Tomás Baviera

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George Weigel es el autor de la biografía más autorizada de Juan Pablo II. En ella afirmó que una de las principales aportaciones por las que pasará a la historia el papa polaco es el conjunto de discursos en los que desarrolló la Teología del Cuerpo. Estos discursos fueron pronunciados en las audiencias del inicio de su pontificado, y fueron fruto de años de reflexión sobre uno de los temas más controvertidos del siglo XX: el sentido de la sexualidad. Juan Pablo II abordó esta cuestión desde los textos de la Sagrada Escritura y desde la experiencia personal del cuerpo humano.

Existen numerosos paralelismos entre los discursos de la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II y el libro escrito por Benedicto XVI sobre Jesús de Nazareth. Ambos autores, antes de llegar al pontificado, han sido intelectuales de prestigio en su campo del saber: el papa polaco en filosofía, el papa alemán en teología. Y al poco de llegar a ser Obispo de Roma, ambos han ilustrado y explicado temas muy cuestionados fuera de la Iglesia Católica, con graves repercusiones para la conciencia de los católicos. Ambos papas trataron estos temas no desde un documento magisterial oficial, sino a través de textos que pretendían iluminar estos problemas con la luz que da la razón guiada por la fe. Así como el papa polaco salió al paso del legado dejado por la revolución sexual de los años 60, el papa alemán ha hecho frente a los despojos causados por un enfoque unilateral de los métodos de investigación histórica aplicados a la interpretación de los Evangelios, que se viene haciendo desde finales del siglo XIX.

Chesterton decía que el auténtico intelectual no es el que sólo es capaz de plantear preguntas, sino, sobre todo, el que sabe proporcionar respuestas. En su libro, Benedicto XVI aborda las grandes cuestiones que la crítica racionalista ha abierto sobre la vida de Jesús. Para ello, el Papa aprovecha las aportaciones científicas e históricas tanto de autores católicos como protestantes y judíos.

Benedicto XVI no oculta su punto de partida: la capacidad de Dios de actuar en la Historia y la validez de los Evangelios. Sólo así cabe explicar el fenómeno del cristianismo. Si Jesús fuera simplemente un maestro de moral o un rabino judío que pretendía liberar de un cumplimiento rígido de la Ley, eso no explicaría de modo convincente que muriera acusado de blasfemo, o la actividad desarrollada posteriormente por sus discípulos. La dificultad del problema no viene de falta de razonamientos y argumentos, sino de la incapacidad para captar el misterio que entraña la vida de Jesús.

Una de las ideas fuertes del libro es precisamente desenmarañar esa imagen miope y tópica que la crítica racionalista ha hecho de Jesús. Este maestro judío no trae simplemente una nueva moral o un mensaje liberador. Jesús trae a Dios mismo. Él se presenta como Hijo de Dios, no sólo a través de sus enseñanzas y palabras, sino sobre todo descubre su personalidad divina en sus obras, de modo muy especial con su resurrección. Y la vida de este ‘hombre misterioso’ nos ha sido transmitida a través de los Evangelios, que son leídos por Benedicto XVI en el conjunto de la Revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Jesús es el nuevo Moisés, que nos trae “la gracia y la verdad”, como se afirma en el prólogo del Evangelio de San Juan. Jesús goza de la intimidad divina puesto que es el Hijo, y por ello puede darnos a conocer el auténtico rostro de Dios, esto es, cómo es Dios. La plenitud de esta revelación ocurre en la muerte de Jesús en la Cruz. Allí es donde se manifiesta la Misericordia y el Amor que Dios tiene por los hombres. Este acontecimiento ilumina toda la vida de Jesús.

Benedicto XVI acompaña al lector para adquirir un conocimiento profundo del misterio de Jesús y muestra el camino que hay que recorrer: el seguimiento como discípulo del Maestro de Nazareth. Sólo respondiendo a la invitación de seguirle personalmente que Jesús hace a todo hombre y a toda mujer es como se puede alcanzar a comprender todo lo que Jesucristo nos ha traído. Este libro del Papa constituye, sin duda, una señal de ese itinerario que nos conduce a Dios.

26 agosto 2007

LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO

[Dale O’Leary es una conocida investigadora de la Asociación Médica Católica de Estados Unidos que es autora de varios libros y multitud de artículos. En su último libro “The Gender Agenda: Redefining Equality” denuncia los excesos de la ideología de género.

O'Leary describe en este libro cómo esta ideología considera que la masculinidad y la feminidad son “construcciones sociales”. Según esta teoría, el ser humano nace sexualmente neutro; más tarde es “socializado” hasta convertirse en hombre o mujer; esta “socialización”, dicen, afecta a la mujer negativa e injustamente. Por ello, su objetivo es deconstruir todos los modelos de comportamiento individual y social, incluidas las relaciones sexuales y familiares. Ven a la mujer como la clase oprimida porque deben soportar los embarazos y ocuparse de criar a sus hijos. Y concluyen que la única forma de eliminar esa opresión es eliminar la maternidad como función femenina.

Las feministas radicales piensan que las mujeres que desean casarse y tener hijos han sido seducidas y engañadas por los hombres. Las mujeres que no desean ese tipo de cosas se han liberado de tal engaño; esas “mujeres libres” tratan de liberar a las demás mujeres — les guste o no— de sus deseos de familia y de maternidad. No era fácil que un programa tan opuesto a los sentimientos naturales de la mayoría de las mujeres arraigase así por las buenas, por lo que el feminismo radical adoptó una estrategia menos directa para imponer sus principios, como explica Dale O'Leary:

“Debido a que esa revolucionaria ideología no logró la adhesión popular, las feministas radicales empezaron a poner sus miras en instituciones tales como las universidades, los organismos estatales y las Naciones Unidas. Así empezó la larga marcha a través de las diversas instituciones. En las Naciones Unidas encontraron poca oposición. Los burócratas que llevan la gestión diaria suelen tener simpatía por los objetivos feministas, cuando no son activistas directos. (…) Ni que decir tiene que las organizaciones feministas radicales han logrado imponer su programa con gran eficacia en la Sede de las Naciones Unidas de Nueva York y en diversas conferencias de las Naciones Unidas en todo el mundo (...) Por ejemplo, las feministas radicales controlaron la Conferencia de la Mujer de las Naciones Unidas, celebrada en Beijing en 1995.”

Precisamente gracias a esa Conferencia, la palabra "género" ha pasado en los últimos años a formar parte del vocabulario cotidiano, y la mayoría de las personas suelen identificarla erróneamente como sinónimo bien intencionado y elegante de "sexo". Nada más lejos de su verdadero significado, porque precisamente la palabra "género" se ha impuesto en la fraseología feminista como negación de la existencia de "sexos" en el sentido tradicional de la expresión.

Mientras que por "sexo" entendemos una realidad biológica (los hombres son del "sexo" masculino y las mujeres pertenecen al "sexo" femenino), la expresión género "se refiere a las relaciones entre mujeres y hombres basadas en roles definidos socialmente que se asignan a uno u otro sexo", según la definición que lograron imponer las feministas en la Conferencia de las Naciones Unidas celebrada Beijing en 1995. Ser hombre o ser mujer, según esa definición, no tiene nada que ver con la realidad biológica, sino con las funciones que se han asignado socialmente a uno u otro "sexo".

Por lo tanto, el género es una construcción totalmente distinta del sexo: el hecho de que ahora exista una correspondencia mayoritaria entre ambos es fruto únicamente de las tendencias sociales. La naturaleza es neutra, según esta teoría, y no se nace hombre o mujer: esta división es únicamente resultado de un proceso social. Al nacer, la sociedad nos asigna a uno u otro "género" en función de nuestra configuración genital. Tras esa asignación inicial, los niños son educados en la masculinidad y las niñas en la feminidad. Hombres y mujeres no existen como tales en estado natural, sino que son únicamente resultado de esos procesos o "construcciones sociales". Por eso, las feministas de género tratan de imponer a toda costa una disciplina de "deconstrucción" de esos géneros socialmente construidos, a fin de que todos -hombres y mujeres- seamos absolutamente idénticos, con preferencias sexuales indistintas y roles neutros.

Está claro, pues, que para esta nueva "perspectiva de género", la realidad de la naturaleza incomoda, estorba y, por tanto, debe desaparecer. Para los apasionados defensores de la "nueva perspectiva", no se deben hacer distinciones porque cualquier diferencia es sospechosa, mala, ofensiva. Dicen además que toda diferencia entre el hombre y la mujer es construcción social y por consiguiente tiene que ser cambiada. Buscan establecer una igualdad total entre hombre y mujer, sin considerar las naturales diferencias entre ambos, especialmente las diferencias sexuales; más aún, relativizan la noción de sexo de tal manera que, según ellos, no existirían dos sexos, sino más bien muchas "orientaciones sexuales".

En realidad, para el "feminismo de género" existen cinco sexos, como explicó Rebecca J. Cook, profesora de derecho en la Universidad de Toronto y redactora del informe oficial de la ONU en Pekín. Según Cook, los géneros masculino y femenino, serían una "construcción de la realidad social" que deberían ser abolidos. En el documento elaborado por la feminista canadiense se afirma que "los sexos ya no son dos sino cinco", y por tanto no se debería hablar de hombre y mujer, sino de "mujeres heterosexuales, mujeres homosexuales, hombres heterosexuales, hombres homosexuales y bisexuales".

Dale O’Leary coincide con otros sociólogos al indicar que el "feminismo de género" se inspira en la interpretación marxista de la historia como lucha de clases. Por esto, la meta de los promotores de la "ideología de género", es llegar a una sociedad sin clases de sexo. En este sentido, las "feministas de género" consideran que cuando la mujer cuida a sus hijos en el hogar y el esposo trabaja fuera de casa, las responsabilidades son diferentes y no igualitarias; y entonces se establece una relación desigual entre opresor y oprimida. Lo que no encaja en ese esquema es la decidida preferencia de muchas mujeres por esa forma de "opresión".

Según O’Leary, el "feminismo de género" es un sistema cerrado contra el cual no hay forma de argumentar. No puede apelarse a la naturaleza, ni a la razón, la experiencia, o las opiniones y deseos de las mujeres “normales”, porque las "feministas de género" insisten una y otra vez en que todo eso se debe a las "construcciones sociales". No importa cuántos argumentos y datos se acumulen contra sus ideas; ellas continuarán insistiendo en que todo ello es, simplemente, una prueba más de la conspiración patriarcal generalizada contra de la mujer.

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Una amplia entrevista a Dale O’Leary (en inglés) en relación con esta cuestión (“Gender - a new dangerous ideology”), publicada en Sunday Catholic Weekly Niedziela de la Archidiócesis de Czestochowa, puede leerse pulsando aquí.

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También puede ampliarse este tema con un amplio resumen (en español) titulado “La Ideología de Género: sus Peligros y Alcances”, preparado por la Conferencia Episcopal Peruana sobre la base del informe “La deconstrucción de la mujer” de Dale O’Leary. Pulsar aquí.

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Reviews of the book by two readers (a woman [A] and a man [B]):

[A]

“Are you aware of how those of us who support equality between men and women are being used by the radical feminists who want to change our very social structures to reflect their agenda? Are you aware of how these radicals, whose agenda could not gain support among the majority of women in America, are now working around us and through organizations like the UN to make the world they envision a reality? Are you prepared to live in a world where every career for women is acceptable except homemaker and stay at home mom which won't even be an option? Are you ready to live in a society where absolutely no distinction is made between male and female, where children get to "choose" their sex when they are older? If not, read this book.

The stealth operations of these feminists may not be known until it is too late to undue their damage. They use language that would seem friendly to ordinary people. They speak of family, health, children and what is fair. But under their carefully crafted language lurks policies that attack women who want to exercise their God-given right to assume traditional roles as mothers and wives, who want to rear their children, protect them from sexual exploitation and perversion, and who want to love their husbands. It is imperative to educate ourselves as to exactly how they are inserting their ideology into our social systems so we can prevent further damage to our society.”

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[B]

"The Gender Agenda: Redefining Equality", by Dale O'Leary, is one of the most important books I have read in the last few years. I learned more than I expected about the agendas and activities of feminists.

These feminists claim men and women are the same in all ways (physically, mentally, etc.), they despise full-time mothers (believing all women should work in paid jobs if they want to or not), and they hate religions. Religions stand in their way from the "freedom" to have sex with everyone and aborting any children that might result. Religions, of course, do not approve of homosexuality and promiscuity, and therefore, stand in the way of the ideal feminist world.

The author brilliantly sums up these supposed seekers of equality: "Ideologies should be judged objectively, but in studying feminism and the Gender Agenda, it is difficult to put aside the suspicion that the entire enterprise is a giant rationalization created by hurt women to justify their anger, grudges, and self-destructive behavior. Their abortions, sexual promiscuity, rejection of motherhood, and lesbianism seem more like the acting out that results from childhood trauma than courageous self-liberation. Sometimes it is easier to blame oppressive structures and demand that the world change, than to admit responsibility for one's own self-destructive behavior." (O'Leary 15)”

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Reproducimos a continuación un artículo de Dale O’Leary que fue publicado en el nº 443 de Alfa y Omega.]

# 400 Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Dale O'Leary

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LA CUESTIÓN DEL FEMINISMO DE GÉNERO:
CORRIENTES DE PENSAMIENTO QUE OBSTACULIZAN
LA PROMOCIÓN REAL DE LA MUJER


La reciente Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la colaboración entre el hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo comienza con un breve análisis de «algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis no coinciden a menudo con las finalidades genuinas de la promoción de la mujer».

En los últimos cincuenta años, la sociedad se ha esforzado por encontrar la forma de conciliar la igualdad fundamental de los hombres y de las mujeres con sus innegables diferencias biológicas. En el curso de los años 60, las mujeres protestaron contra leyes y costumbres que les reservaban un trato discriminatorio. Los Gobiernos respondieron emanando normas que garantizaron a las mujeres iguales derechos legales, igual acceso a la enseñanza e iguales oportunidades económicas, normas que las mujeres se apresuraron a aprovechar. Aumentó el número de las que proseguían los estudios llegando a la enseñanza superior, así como el número de mujeres comprometidas en actividades profesionales y en cargos públicos electos o designados por nombramiento.

En los años 70, el movimiento feminista, que había animado estos cambios, fue transformado por los radicales, que veían en las mujeres el prototipo de la clase oprimida, e indicaban como mecanismos de opresión el matrimonio y la heterosexualidad obligatoria. Esta corriente de pensamiento tomaba de Frederick Engels su análisis de los orígenes de la familia. En 1884, Engels había escrito: «El primer antagonismo de clase coincide en la Historia con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en el ámbito del matrimonio monógamo, y la primera opresión de clase con la del sexo femenino por parte del masculino» [1].

En su libro The Dialectics of Sex, escrito en 1970, Shulamith Firestone modificó el análisis de la lucha de clases realizado por Engels, indicando que era necesaria una revolución de las clases sexuales: «Para garantizar la eliminación de las clases sexuales, es necesario que la clase oprimida (las mujeres) se rebele y tome el control de la función reproductiva: ... por esto el objetivo final de la revolución feminista debe ser distinto del objetivo del primer movimiento feminista: no exclusivamente la eliminación del privilegio masculino, sino de la misma distinción entre los sexos; las diferencias genitales entre seres humanos no tendrán ya ninguna importancia» [2].

Según Firestone, «el meollo de la opresión de las mujeres se encuentra precisamente en su rol de gestación y de educación de los hijos» [3]. Los que sostenían este análisis consideraban el aborto libre, la contracepción, la completa libertad sexual, el trabajo femenino y la existencia de guarderías públicas a las que confiar el cuidado de los niños como condiciones necesarias para la liberación de la mujer.

En su libro The Reproduction of Mothering, Nancy Chodorow sostenía que mientras el rol de cuidar a los niños siguiese siendo prerrogativa de las mujeres, los niños crecerían viendo a la Humanidad dividida en dos clases diferentes y desiguales y, en su opinión, esta visión sería la causa de la aceptación de la opresión de clase [4].

Alison Jagger, en un manual realizado para los programas de estudio sobre la cuestión femenina, expuso los resultados auspiciados por la revolución de las clases sexuales: «La desaparición de la familia biológica eliminará también la exigencia de la represión sexual. La homosexualidad masculina, el lesbianismo y las relaciones sexuales extraconyugales no serán ya vistas de forma liberal como opciones alternativas..., desaparecerá justamente la institución de la relación sexual en la que el hombre y la mujer desarrolla cada uno un papel bien definido. La Humanidad podría finalmente volver a apropiarse de su sexualidad natural, caracterizada por una perversidad polimorfa» [5].

Un ataque frontal a la familia comportaba, sin embargo, algunos riesgos. En opinión de Christine Riddiough, «la cultura gay/lesbiana puede ser también considerada como una fuerza subversiva capaz de desafiar la hegemonía del concepto de familia. Sin embargo, esta interpretación puede tomar formas que la gente no perciba como contrapuestas de por sí a la familia... Con el fin de que el carácter subversivo de la cultura gay sea utilizado de forma eficaz, debemos ser capaces de presentar modalidades alternativas de interpretación de las relaciones humanas» [6].


¿Sexo, o género?

El problema que se encontraron aquellos que animaban a la revolución en relación con la familia era la modalidad de eliminación de las clases sexuales, pues ellas hundían sus raíces en las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer. Una solución provino de la actividad del doctor John Money, de la Johns Hopkins University, de Baltimore (Estados Unidos). Hasta los años 50, la palabra género fue un término gramatical para indicar si una palabra era masculina, femenina o neutra. El doctor Money comenzó a usar la palabra en un contexto nuevo, acuñando el término identidad de género para describir la conciencia individual de sí mismo, o sí misma, como varón o hembra [7]. Según Money, la identidad de género de una persona dependía de cómo el niño había sido educado, y podía resultar distinta del sexo biológico. Money sostenía que sería posible cambiar el sexo de una persona, y que los niños nacidos con órganos genitales ambiguos podrían ser modificados quirúrgicamente y asignados a un sexo distinto del genético.

Las teorías de Money tuvieron mucho éxito, y en 1972 presentó la que parecía la prueba irrefutable del hecho de que la identidad de género dependía de la educación recibida. En su libro Man & Woman, Boy & Girl, Money relató el caso de un gemelo monocigótico cuyo pene había sido seriamente dañado durante una operación de circuncisión [8]. Los padres del niño se dirigieron a Money, que les aconsejó que le castraran y que le educaran como si fuese una niña. La existencia del gemelo monocigótico le permitió a Money comparar al gemelo educado como un niño con el que había sido educado como una niña. Money refirió que el cambio de sexo había sido un éxito, e ilustró cómo el niño se había adaptado perfectamente a una identidad femenina. El caso parecía resolver la cuestión naturaleza contra educación a favor de la educación.
Antes incluso de que Money anunciase su famoso caso, sus teorías habían encontrado el apoyo de las feministas. En su libro Sexual Politics, publicado en 1969, Kate Millet, comentando el trabajo de Money, escribió: «...en el nacimiento no hay ninguna diferencia entre los sexos. La personalidad psicosexual se forma en fase postnatal y es fruto de un aprendizaje» [9].

El concepto de género como construcción social entró a formar parte de la teoría feminista. Susan Moller Okin, autora del libro Justice, Gender and the Family (1989), deseaba «un futuro carente de género. No habría nada preestablecido en los roles masculinos y femeninos; el embarazo se separaría tan conceptualmente de la educación, que habría que sorprenderse si los hombres y las mujeres no fuesen igualmente responsables de las tareas domésticas» [10].
En el curso de los años 80, el término género se volvió omnipresente en los programas de estudio de la cuestión femenina. Con la introducción del concepto de género como construcción social, el interés del movimiento feminista se desplazó, desde la eliminación de las políticas discriminatorias para la mujer, a la atención hacia todo aquello que admitía la existencia de diferencias entre el hombre y la mujer, en particular todo aquello que se realizaba para el apoyo de la mujer como principal fuente de asistencia en el ámbito doméstico. Un futuro carente de género presuponía una sociedad que examinase meticulosamente cada aspecto de la cultura para buscar pruebas de la socialización de género.

Antes de 1990, los documentos publicados por la ONU habían subrayado la eliminación de la discriminación en relación con la mujer, pero en torno a 1990 el género se convirtió en un punto central de interés. Un documento de la agencia INSTRAW, de Naciones Unidas, titulado Gender Concepts, definía el género como «un sistema de roles y relaciones entre hombres y mujeres determinado, no por la biología, sino por el contexto social, político y económico. El sexo biológico es un dato natural; el género es construido» [11].

Sin embargo, la línea de separación entre sexo y género seguía siendo incierta. Muchos de los que adoptaban el término género no tenían idea de sus raíces ideológicas. A pesar de esto, la Conferencia de Naciones Unidas sobre la Mujer, celebrada en Pekín en 1995, invitó a las naciones a «adoptar una perspectiva de género». Como recita el texto definitivo de su Plataforma de Acción, «en muchos países, las diferencias entre las actividades y los resultados conseguidos por la mujer y por el hombre no son todavía reconocidos como consecuencia de roles de género socialmente construidos, y sí considerados como fruto de inmutables diferencias biológicas» [12].

El problema evidenciado por esta declaración es que algunas de las diferencias entre las actividades desarrolladas por la mujer y las desarrolladas por el hombre están claramente conectadas con inmutables diferencias biológicas que la Plataforma no tiene en cuenta. Por ejemplo, sólo las mujeres pueden llevar un niño en su seno y amamantarlo. Mientras un alto porcentaje de mujeres siga haciendo de la maternidad su propia vocación principal, decidiendo no trabajar fuera del ámbito doméstico, dejando el trabajo por largos períodos para hacer frente a las exigencias familiares, o eligiendo ocupaciones con horarios o tareas compatibles con las responsabilidades familiares, las actividades y los resultados conseguidos por el hombre y por la mujer serán notablemente diferentes [13]. La perspectiva de género no apoyaba a las mujeres que elegían la maternidad como vocación principal. En una entrevista realizada por Betty Freidan en 1975, Simone de Beauvoir resumía esta orientación. A la pregunta de si las mujeres debían ser libres para decidir quedarse en casa para educar a los hijos, ella respondió: «La mujer no debería tener esta posibilidad de elección, justamente porque, si existiera esta opción, muchas mujeres la elegirían» [14].

No se trataba simplemente del hecho de que el género era construido, sino de que, según tal perspectiva, la construcción del género era efectuada por el hombre en perjuicio de la mujer. La misma palabra mujer era vista como una etiqueta que creaba «un ser ficticio» y «perpetuaba la desigualdad» [15].

La unidad del ser humano

Mientras ganaba posiciones la perspectiva de género, su base teórica empezaba a resquebrajarse. Un artículo del doctor Milton Diamond, experto en el efecto prenatal de la testosterona sobre la organización cerebral, publicado en 1997, reveló que el doctor Money no había reflejado fielmente el resultado del caso de los gemelos [16]. El doctor Diamond nunca había aceptado la teoría del doctor Money, según la cual la socialización podía imponerse a la identidad biológica.

Durante muchos años había intentado de distintas maneras encontrar el rastro del gemelo del que hablaba Money, para conocer cómo había afrontado la adolescencia. Diamond consiguió contactar con un terapeuta del centro que había seguido al gemelo, y descubrió que el experimento había sido un completo fracaso. El gemelo nunca había aceptado ser una niña, y no se había adaptado al rol femenino. Con 14 años manifestó tendencias suicidas. Uno de los muchos terapeutas destinados a su atención psicológica animó a los padres a desvelarle la verdad. Desde el momento en que supo que era un varón, decidió llevar una vida acorde con su sexo. Se sometió a intervenciones de cirugía reconstructora extremadamente complicadas y se casó. Toda la historia del caso de los gemelos está documentada en el libro de John Colapinto As Nature Made Him [17].

Las teorías de Money se han visto desacreditadas con posterioridad por las sucesivas investigaciones sobre el desarrollo cerebral. La investigación sobre la exposición prenatal a las hormonas ha demostrado que, incluso antes del nacimiento, los cerebros masculino y femenino son notablemente distintos, cosa que influye, entre otras cosas, en el modo en que el neonato percibe visualmente el movimiento, el color y la forma. El resultado es una predisposición biológica de los niños hacia juguetes típicamente masculinos y de las niñas hacia juguetes típicamente femeninos [18]. Ya desde el seno materno, las mujeres están dotadas de la sensibilidad hacia el ser humano necesaria para la maternidad. Esta investigación y otras informaciones nuevas sobre la estructura del cerebro humano indican que influencias biológicas y experiencia contribuyen a crear conexiones cerebrales, y están tan estrechamente entretejidas que resulta imposible separarlas.
Los niños nacen en sociedades creadas por hombres y mujeres, cuya percepción de aquello que es natural viene influenciada por la misma combinación de biología y experiencia. Los niños crecerán para llegar a ser padres, las niñas para llegar a ser madres. Esconder este dato por medio de la socialización neutra de género no cambiará la realidad de la diferencia sexual.

Otras investigaciones sobre el desarrollo cerebral han demostrado la importancia de la relación entre madre e hijo durante el primer mes de vida. El niño que ha escuchado la voz de su madre durante la gestación viene al mundo buscando la luz en los ojos de su madre. Un vínculo sólido entre madre e hijo es fundamental para el desarrollo emotivo. Los estudiosos del desarrollo neonatal y del desarrollo del cerebro humano están preocupados por el hecho de que los propios descubrimientos sobre la importancia del vínculo madre/hijo son ignorados por aquellos que animan el trabajo femenino y el cuidado de los niños en guarderías públicas [19].
Si las mujeres son más sensibles a las exigencias del ser humano y los niños necesitan de madres sensibles a sus exigencias, entonces presentar la maternidad bajo un aspecto positivo no quiere decir perpetuar un estereotipo negativo, sino reconocer la realidad. No existe injusticia, pues no se impide a las mujeres decidir la posibilidad de trabajar fuera de casa. Justamente porque los dos sexos son diferentes, la mujer puede ofrecer una contribución única a la sociedad en general. El hecho de que la mujer tenga una posibilidad de elegir hace que algunas mujeres se sientan inquietas, pero éste es el precio de la libertad.


Falta de pruebas para las teorías sobre discriminación de género

Los defensores de la perspectiva de género han citado numerosos ejemplos de cómo la socialización de género desemboca en el abuso de la mujer. El problema es que muchos de estos ejemplos no resisten un examen minucioso. Christina Hoff Sommers, autora de la obra Who Stole Feminism?, ha descubierto que, mientras los medios de comunicación daban espacio a las teorías feministas, según las cuales la socialización negativa de género provocaba la muerte por anorexia de 150.000 americanas al año, las estadísticas sanitarias demuestran que en 1983 se habían registrado 101 muertes por anorexia. En 1991 el número había descendido a 54.

En 1991, la americana Association of University Women publicó un estudio titulado Shortchanging Girls, Shortchanging America, en el que se sostenía que la discriminación de género en el ámbito escolar provocaba una devastadora pérdida de autoestima en las adolescentes [20]. El estudio fue ampliamente divulgado por los medios de comunicación y se habilitaron numerosos programas para resolver el problema. Con mucho esfuerzo, Sommers obtuvo una copia de los resultados de la investigación, y descubrió que la valoración de la autoestima no había sido efectuada con métodos científicos, y que las adolescentes, en la mayor parte de las valoraciones, obtenían resultados académicos mejores que los de sus coetáneos varones [21].

El problema creado por las acusaciones de opresión no comprobadas, y sostenidas por las feministas, es que desvían los recursos, que son limitados, de la resolución de los problemas reales que tienen que afrontar las mujeres, y minan la credibilidad de aquellos que están comprometidos en favorecer los verdaderos intereses de la mujer.

Dada la confianza concedida en el pasado a investigaciones privadas de validez, es importante examinar atentamente todas las pruebas presentadas para apoyar la perspectiva de género. Esto vale en particular para los temas del aborto y de la homosexualidad. Por ejemplo, aquellos que están a favor de una redefinición del matrimonio que tome en consideración las uniones homosexuales, han citado numerosos estudios que pretenden demostrar la ausencia de diferencias significativas entre niños educados en uniones homosexuales y niños educados por sus padres naturales en el ámbito del matrimonio.

Después de analizarlos, tales estudios han resultado carentes de validez interna y externamente [22]. Según el profesor Lynn Wardle, «la mayor parte de los estudios sobre padres homosexuales está basada en investigaciones cuantitativas no fiables, viciadas desde el punto de vista metodológico y analítico (algunas de calidad poco más que anecdótica), y proporcionan una base empírica demasiado débil para determinar las políticas públicas» [23].

Por otro lado, numerosos estudios confirman las modalidades con las que la presencia de un padre y de una madre mejoran el bienestar de los hijos. La importancia del amor materno es un hecho bien sabido, pero muchos estudios recientes demuestran que también el amor paterno tiene una influencia positiva. Una reseña de la literatura en la materia ha puesto de manifiesto que «la influencia del amor paterno sobre el desarrollo de los hijos es parecida y quizá mayor que la del amor materno. Algunos estudios concluyen que el amor paterno es el único índice significativo de resultados positivos específicos» [24].

El futuro está en manos de los jóvenes, y por tanto la sociedad tiene la obligación de dar prioridad a su bienestar. Las mujeres desean aquello que es mejor para sus hijos, y todo niño tiene necesidad de un padre y de una madre. Sólo el matrimonio asegura el compromiso de los padres el uno hacia el otro y hacia los hijos, y por tanto cualquier otra forma de unión comporta riesgos para los niños y para las mujeres.

Patrick Fagan, de la Heritage Foundation, ha recogido una enorme cantidad de pruebas a favor de la importancia para los hijos de tener un padre y una madre que permanezcan unidos en el matrimonio: «Los niños nacidos fuera del matrimonio, o con padres divorciados, tiene una probabilidad mucho mayor de incurrir en pobreza, maltratos y problemas emotivos y de conducta; van peor en el colegio y hacen uso de estupefacientes con mayor frecuencia. Las madres no casadas tienen una probabilidad mucho mayor de convertirse en víctimas de la violencia doméstica... En cualquier caso, los niños cuyos padres permanecen casados tienen ventajas reales. Se ha puesto de manifiesto que los adolescentes procedentes de estas familias presentan un estado de salud mejor, tienen menos probabilidades de sufrir depresiones y de repetir curso y encuentran menos problemas de desarrollo» [25].


En defensa de la mujer

La Iglesia
católica no puede permanecer neutral cuando, en nombre de las mujeres, se ataca a la familia, al matrimonio, a la maternidad y la paternidad, a la moral sexual o a la vida del feto. La Iglesia condena incondicionalmente cualquier abuso perpetrado contra la mujer en el ámbito familiar, pero la solución no es la destrucción de la familia. Cuando las sociedades promueven el sexo fuera del matrimonio, el aborto, la mentalidad contraceptiva y el divorcio, la perjudicada es la mujer. Cuando se respeta el matrimonio y la castidad es la norma, la dignidad de la mujer queda salvaguardada.
La solidaridad entre marido y mujer en la familia, entre hombre y mujer en la sociedad es esencial para que su colaboración sea fecunda. Una lucha interminable entre clases sexuales no llevará a la liberación de la mujer. Una antropología desviada, que desconozca las diferencias entre los sexos, deja a la mujer en la poco envidiable posición de tratar de imitar el comportamiento masculino, o de desperdiciar su energía en el vano intento de transformar al hombre en una pseudo-mujer. Una mujer que comprenda y acepte las diferencias entre los sexos es libre para colaborar con el hombre, sin comprometer su originalidad personal.

La perspectiva de género es un callejón sin salida. Se malgastan recursos preciosos para oponerse al deseo natural de maternidad de la mujer. Favorecer la paternidad, la maternidad, la familia y el matrimonio no compromete en modo alguno la paridad esencial, los derechos y la dignidad de la mujer. Sólo el reconocimiento de las diferencias entre el hombre y la mujer y de la centralidad de la familia en la sociedad ofrece los parámetros válidos para encaminar un diálogo. Siempre será necesario distinguir entre diferencias reales y estereotipos humillantes, y será importante tutelar el derecho de la mujer y del hombre a elegir profesiones atípicas y proteger a la mujer de la injusticia y el maltrato.

La Iglesia tiene mucho que ofrecer con respecto a este asunto. Las repetidas invitaciones del Santo Padre a la solidaridad ofrecen una alternativa a una lucha de clases sin fin. Aquellos que están interesados en crear una sociedad verdaderamente a favor de la mujer encontrarán muy útil el libro Amor y responsabilidad, escrito por el Santo Padre cuando era todavía obispo. La condena por parte de Juan Pablo II de todos los comportamientos que tratan a las personas como objetos encontrará eco entre las mujeres que, con razón, se dan cuenta del fardo que supone para ellas el utilitarismo sexual y económico.

La colaboración fructífera entre el hombre y la mujer debe basarse sobre la verdad acerca de la persona humana. Los dos sexos, distintos y de igual dignidad, son una revelación de la imagen y de la semejanza de Dios y participan de la bondad de la creación. Dios, que ha hecho al ser humano hombre y mujer, que ha instituido el matrimonio y la familia y dictado las leyes que gobiernan la moral, es incapaz de injusticia. Por tanto, las mujeres no tienen nada que temer de una cultura que comprende y respeta las diferencias entre hombres y mujeres.

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Notas


1. Frederick Engels, The origin of the Family, Property and the State (International Publishers: NY, 1972), 65-66 (ed. española: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Fundamentos, Madrid 1981).
2. Shulamith Firestone, The Dialectic of Sex, Bantam Books: NY, 1970, 12.
3. Ibid., 72.
4. Cf. Nancy Chodorow, The Reproduction of Mothering University of California Press: Berkeley, 1978 (ed. española: El ejercicio de la maternidad, Gedisa, Barcelona).
5. Alison Jagger, Political Philosophies of Women’s Liberation, en Feminism and Philosophy, Littlefield, Adams & Co.: Totowa, NJ, 1977, 13.
6. Christine Riddiough, Socialism, Feminism, and Gay/Lesbian Liberation, en Women and Revolution (ed. By Lydia Sargent), South End Press: Boston, 1981, 87.
7. Cf. John Colapinto, As Nature Made Him, Harper Collins: NY, 2000, 69.
8. Cf. John Money & Anke Ehrhardt, Man & Woman, Boy & Girl, Johns Hopkins University Press: Baltimore MD, 1972 (ed. española: Desarrollo de la sexualidad humana, Morata, Madrid 1982).
9. Kate Millet, Sexual Politics, Avon Books: NY, 1971, 54.
10. Susan Moller Okin, Justice, Gender and the Family, Basic Books: NY, 1989, 170.
11. Gender Concepts in development and planning: A Basic Approach (INSTRAW, 1995), 11.
12. Plataform of Action Beijing Conference on Women, 1995, Paragraph 27.
13. Según Vigdis Finnbogadottir, Presidenta de Islandia, «mientras la esfera privada siga siendo una prerrogativa preferente de las mujeres, éstas estarán mucho menos disponibles que los hombres para tareas de responsabilidad en la vida económica y política» (Intervención en el Consejo de Europa, Estrasburgo, febrero 1995).
14. Simone de Beauvoir, Sex, Society and the Female Dilemma: a dialogue between Betty Friedan and Simone de Beauvoir, en Saturday Review, junio 14, 1975, 18.
15. Peter Beckman and Francine D’Amico, Women, Gender and World Politics, Bergin & Garvey: Westport, CT, 1994, 7.
16. Cf. Milton Diamond & H. K. Sigmundson, Sex Reassignment at Birth: A Long Term Review and Clinical Implications, en Archives of Pediatrics and Adolescent Medicine (151, marzo, 1997), 298-304.
17. Cf. John Colapinto, As Nature Made Him, Harper Collins: NY, 2000.
18. Cf. Gerianne Alexander, An Evolutionary Perspective of Sex-Typed Toy Preference: Pink, Blue and the Brain, en Archives of Sexual Behavior, 32, 1, febrero 2003, 7-14.
19. Cf. Shore, Affect Regulation and the Origin of Self: The Neurobiology of Emotional Development, 540.
20. Cf. American Association of University Women, A Call to Action: Shortchanging Girls, Shortchanging America, Washington DC, 1991.
21. Cf. Cristina Hoff Sommers, Who Stole Feminism?, 137-156.
22. Cf. Philip Belcastro, et al. A Review of Data Based Studies Addressing the Affects of Homosexual Parenting on Children’s Sexual and Social Functioning, en Journal of Divorce and Remarriage (1993, Vol. 20, No. 1/2), 105-122; Robert Lerner and Althea Nagai, No Basis: What the studies don’t tell us about same-sex parenting (Marriage Law Project: Washington DC, 2001).
23. Lynn Wardel, The Potential Impact of Homosexual Parenting on Children, en University of Illinois Law Review (1997), 833.
24. Ronald Rohner & Robert Veneciano, The Importance of Father Love: History and Contemporary Evidence, en Review of General Psychology (diciembre 2001, Vol. 5, No. 4), 382-405.
25. Cf. http://www.heritage.org/Research/Features/Marriage/index.cfm#q1.

17 agosto 2007

ASIMILACIÓN, INSERCIÓN E INTEGRACIÓN DE LOS INMIGRANTES EN LA SOCIEDAD ACTUAL

[Cada vez hay más manifestaciones literarias y cinematográficas que reflejan la dura realidad de las emigraciones masivas.

Un barco atestado de gente constituye un símbolo elocuente de uno de los grandes temas de la actualidad: la emigración masiva de los pueblos en situación de miseria hacia una tierra de promisión. Esto se manifiesta en masivas migraciones humanas, clandestinas: barcos albaneses o balsas caribeñas, camiones mexicanos o cayucos africanos.


L’America
es una película dirigida por Gianno Ameglio, en 1995, y refleja en la mejor tradición neorrealista el drama de la emigración masiva de albaneses hacia Italia en los primeros años 90: el paso, aparentemente sencillo -en realidad lleno de trampas y de frustraciones-, desde la miseria y el caos a una posible seguridad y felicidad para el futuro.

Diario de un ilegal es una novela autobiográfica –versión española de 2002- en la que el periodista Rachid Nini refleja las penas y las desdichas del inmigrante magrebí, sin que falten la ironía y el sentido del humor.

Mirando el escenario de Europa, la parte griega de Chipre tuvo en 2005 el mayor índice positivo de migración (+27,2 por 1000 habitantes), seguido de España (+15,0), Irlanda (+11,4), Austria (+7,4), Italia (+5,8), Malta (+5,0), Suiza (+4,7), Noruega (+4,7) y Portugal (+3,8). Por contraste, tuvieron índices migratorios negativos (más emigrantes que inmigrantes): Lituania (-3,0 por 1000 habitantes), Holanda (-1,8), Letonia (-0,5), Polonia (-0,3), Estonia (-0,3), Rumanía (-0,5) y Bulgaria (-1,8).


También son ilustrativos los siguientes datos sobre España: en 2006, el total de inmigrantes superaba los 4 millones (4.144.166); los grupos mayoritarios son procedentes de Marruecos (563.012), de Ecuador (461.310), de Rumanía (407.159) y de Colombia (265.141).


“En el mundo actual, en el que el desequilibrio entre países ricos y países pobres se agrava (…), crece la emigración de personas en busca de mejores condiciones de vida, procedentes de las zonas menos favorecidas de la tierra; su llegada a los países desarrollados, a menudo es percibida como una amenaza para los elevados niveles de bienestar, alcanzados gracias a decenios de crecimiento económico.” (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 297, 2004, Pontificio Consejo ‘Justicia y Paz’).




Es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, a veces este derecho no puede ejercitarse porque hay factores de mucha entidad que impulsan a la emigración: las guerras, la desigual e injusta distribución de los recursos económicos, la corrupción difundida, la miseria extrema.


Hasta hace poco, la riqueza de los países industrializados se producía en ellos mismos, contando también con la contribución de numerosos inmigrantes. Ahora, buena parte de esa riqueza se produce en los países en vías de desarrollo, donde la mano de obra es barata. De este modo, los países industrializados han encontrado el modo de aprovechar la aportación de la mano de obra a bajo precio –en China, en la India, en países del este de Europa-, evitando la presencia de inmigrantes en el país. Esos trabajadores son reducidos, de hecho, a la condición de nuevos siervos de la gleba: si se ignora en la práctica la dimensión humana del trabajo, es evidente que ese sistema es inaceptable.

El fenómeno de las migraciones, con su compleja problemática y su incremento exponencial en los últimos años, interpela a la comunidad internacional. Los Estados tienden a ‘defenderse’ endureciendo las leyes sobre los emigrantes y reforzando los sistemas de control de las fronteras. Se habla cada vez menos de la lamentable situación de los emigrantes y cada vez más de los problemas que generan los inmigrantes en el nuevo país.

La situación ha tomado características de emergencia social, sobre todo por el aumento de los emigrantes irregulares. La inmigración irregular ha existido siempre y a menudo ha sido tolerada porque favorece una reserva de personal, con el que se puede contar en la medida en que los emigrantes regulares suben en la escala social y se insertan de modo estable en el mundo del trabajo.

En algunos lugares se nota un prejuicio más o menos fuerte ante el inmigrante: miedo a que el hombre venido de fuera –aunque admitido para determinados tipos de prestaciones laborales–, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, de modo más o menos consciente, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad. Ese miedo y ese prejuicio no suele tener otro fundamento que el propio egoísmo.

Sin embargo, el actual desequilibrio económico y social, que alimenta en gran medida las corrientes migratorias, no ha de verse como una fatalidad, sino como un desafío al sentido de responsabilidad del género humano. Es preciso reflexionar seriamente para que la solidaridad triunfe sobre la búsqueda de beneficios y sobre las leyes del mercado que no tienen en cuenta la dignidad de la persona humana y sus derechos inalienables.

Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivir en la indigencia.

Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generoso que se mantiene siempre joven porque, sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es precisamente señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor.

En el mundo actual, la opinión pública constituye a menudo la pauta principal que siguen los líderes políticos y los legisladores. Y esto ocurre también, como es natural, en los estados de opinión que se crean en relación con la emigración. El riesgo está en que la información se reduzca y se centre sobre todo en los problemas inmediatos del propio país, sin expresar el dramatismo de la situación real de los inmigrantes (condiciones de vida de los países de procedencia, riesgos que asumen al emigrar de ese modo, etc.).

Decía Juan Pablo II que es tarea de los medios de información ayudar al ciudadano a formarse un juicio adecuado sobre la realidad en conjunto: “…a comprender y respetar los derechos fundamentales del otro, así como a asumir su parte de responsabilidad en la sociedad, también en el ámbito de la comunidad internacional. El compromiso en favor de la justicia en un mundo como el nuestro, marcado por intolerables desigualdades, es algo insoslayable.”

Es necesario vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles.

De Juan Pablo II son también estas palabras: “El Señor, que por su gran misericordia se hizo semejante en todo a sus hermanos los hombres, menos en el pecado, quiso también asumir, con su Madre Santísima y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, la Sagrada Familia se vio obligada a emprender la vía del exilio. Quizá nos parece que la distancia a Egipto no es demasiado considerable; sin embargo, lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con los precarios medios disponibles, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad, que no pocas veces acompaña la vida del hombre.”

Para el prof. Alban d’Entremont, “la problemática de la inmigración es en el fondo una cuestión más social que económica”, ya que se está demostrando que en las zonas de gran inmigración histórica, como en las más recientes y actuales, “este fenómeno ha sido y está siendo, generalmente beneficiosa para las regiones de acogida.”

Según este profesor ordinario de Geografía Humana y Geografía Económica de la Universidad de Navarra, de origen canadiense y afincado en España desde 1971, los inmigrantes no entrarían en competencia directa en cuanto a los trabajos y sueldos con la población autóctona “ya que siempre quedan empleos de bajo estatus que la población nativa rechaza en gran medida” y añade que los extranjeros “no sólo producen un aumento en el consumo de bienes y servicios, sino que también los crean y distribuyen”.

En este sentido, señaló que “es muy posible que la inmigración pueda llegar a crear tantos puestos de trabajo con su producción y gasto, como los que lleguen a ocupar”, recordando a lo que pasó en la primera inmigración a los países del llamado Nuevo Mundo.

Al referirse a la cuestión social, d'Entremont, apuntó que los inmigrantes tienen tres formas posibles de acomodarse en una sociedad: asimilación, inserción e integración. Pero “sólo la integración es la fórmula correcta, puesto que entonces llegan a participar en las actividades del conjunto global de los valores sociales de la comunidad de acogida sin tener que renunciar a su propio origen e identidad”.

Advirtió del peligro actual del proceso de inserción que se da en España y en otros países europeos donde ‘muchos inmigrantes no abandonan ningún elemento de su identidad o modos propios de su país de origen”. Por este motivo, consideró urgente la puesta en marcha de medidas políticas y de conciencia ciudadana que “aseguren la integración armoniosa de la población inmigrante y no sólo con posturas opuestas a los males del racismo y xenofobia”.

Para que exista una correcta regulación se requieren, entre otras disposiciones, que las acciones y medidas oficiales “cuenten con buena información de la situación de la inmigración actual en el país, tengan en cuenta que los flujos migratorios van a seguir, que la inmigración es necesaria y favorable, que fomenten los beneficios de una sociedad multicultural basada en la tolerancia y respeto y se desechen los temores sociales”.

Reproducimos una conferencia de Alban d'Entremont titulada "Asimilación, Inserción e Integración de los Inmigrantes en la Sociedad Actual".]


# 399 Varios Categoria-Varios: Etica y antropología

por Alban d'Entremont

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Desde hace varios decenios, la situación de las migraciones ha cambiado grandemente de signo con respecto al continente europeo. Europa dejó de ser un continente de expulsión a partir de los años cincuenta y sesenta, y se ha convertido en las tres últimas décadas en un continente de acogida masiva. Sin embargo, esta acogida no se está haciendo sin tensiones y sin traumas, hasta el punto de convertir el tema de la inmigración, en algunos países, en un asunto de alta prioridad por parte de los poderes públicos. Se va produciendo esta inmigración masiva en un momento en que parece que Europa no se encuentra con plenos resortes culturales, sociales y económicos —no digamos demográficos—, como para asimilar a grandes contingentes de población venida de fuera, sobre todo del mundo menos desarrollado y de cultura foránea a la nuestra.

De allí que el ámbito de los movimientos migratorios haya vuelto a revestir una gran importancia para Europa occidental, pero desde un nuevo ángulo, pues en la ausencia de un boyante crecimiento vegetativo o natural, sólo el influjo masivo de individuos venidos de fuera puede estimular el crecimiento real de su población, pero a la vez esto trae consigo complicaciones y problemas de orden económico y social.


La nueva inmigración en Europa, sucesora de aquellos primeros movimientos migratorios hacia y entre las fronteras europeas de los años cincuenta y sobre todo de los años sesenta —en la que participó España en número importante—, procede, por regla general, de los viejos territorios coloniales, y se dirige hacia las respectivas antiguas metrópolis. Arranca de los años cincuenta, pero es sobre todo a partir de la descolonialización de principios de los años sesenta cuando se intensifica. Los primeros inmigrantes del mundo menos desarrollado provenían, por citar ejemplos representativos, del Caribe, de la India, de Pakistán, Sri Lanka y Birmania hacia el Reino Unido; de la Africa francófona, de Camboya, Laos y Vietnam hacia Francia; de Brasil, Angola y Mozambique hacia Portugal; de Surinam e Indonesia hacia Holanda; del Congo y Zaire hacia Bélgica; y de Africa del Norte y América Latina hacia España e Italia.

Como se ve, se va reproduciendo, como una ironía de la historia, el mismo patrón de la búsqueda de destinos con afinidades culturales e históricas, sólo que en estos años recientes la dirección de los flujos es justamente contraria a la de hace cien años. En el momento actual, son los colonizadores del Viejo Mundo, los que están siendo colonizados por las viejas colonias del Nuevo Mundo.

Como parte de esta nueva colonización a la inversa, participan otras naciones del entorno occidental, como Estados Unidos y Canadá, y cada vez los inmigrantes vienen de más lejos, como por ejemplo de Oceanía y China, que en los últimos años han ido consolidando una presencia cada vez más importante en la práctica totalidad de los países de Europa occidental, incluida España. Desde la caída del Muro de Berlín y a partir del conflicto de los Balcanes, los flujos migratorios desde el Este de Europa también se han ido intensificando de modo exponencial. Por otra parte, los flujos internos dentro del seno de la Unión Europea, se han visto beneficiados grandemente por el proceso de integración económica y política de los últimos años.

En los años noventa residían en los doce países que entonces formaban la Comunidad Europea más de diez millones de personas pertenecientes a nacionalidades de terceros países. Este contingente representaba algo menos de un 3% de la población europea total, pero no dejaba de ser significativo, sobre todo en vista del aumento que supone esta cifra con respecto a los lustros anteriores, y especialmente en países donde la inmigración ha sido más fuerte —como en el Reino Unido, Francia y Alemania—, y se va desplegando desde hace más tiempo. El caso de la inmigración turca en Europa occidental es especialmente relevante e ilustrativo. Arranca desde hace bastantes años, y se ha consolidado casi exclusivamente en Alemania, hasta tal punto que la ciudad de Berlín, con una población turca que supera el medio millón, se ha convertido en la segunda ciudad turca del mundo. También es un exponente de la problemática que rodea el tema de la aceptación y de la integración cultural, económica, social y política de los inmigrantes en la Europa actual, como se comenta más adelante.

Otro caso de un enorme contingente de población que reviste una gran importancia dentro del contexto de la inmigración en Europa, tanto por los números absolutos y relativos que representa, como en cuanto que puede ser considerado como el ejemplo más paradigmático de lo que está ocurriendo hoy en día con los inmigrantes en Europa, es el caso de la población procedente de Africa, y sobre todo de la zona del Magreb. Este contingente, igual que el contingente de inmigrantes turcos, viene a sumar un porcentaje muy apreciable sobre el total de la población inmigrante en Europa occidental (más del 25%).

Entre 1960 y 1990 la población del Magreb africano prácticamente se duplicó. Pasó de menos de 30 millones de habitantes a casi 60 millones, y en la actualidad ya ha superado los 75 millones. Sólo la cuarta parte de esta población magrebí desempeña una actividad económica en el momento actual, y sólo el 10% de las mujeres trabaja (frente al 45% en Dinamarca, por ejemplo). Casi el 50% de la población total del Magreb tiene en el momento actual menos de 15 años. La emigración hacia Europa, que empezó tímidamente en los años sesenta, para acentuarse grandemente en las tres décadas siguientes, a pesar de las restricciones a la inmigración en busca de trabajo, involucra, en el momento presente, a más de 5 millones de nordafricanos, que se han asentado, con preferencia, en los países francófonos de Europa, y sobre todo en Francia.

Todos estos movimientos han modificado la estructura de la población en los países de Africa del Norte, agravando las disparidades entre los pueblos y las ciudades, despoblando algunas regiones rurales de Marruecos, Argelia y Túnez, y provocando una aceleración del envejecimiento demográfico y de la feminización de la sociedad. A la vez, como suele suceder siempre con este tipo de movimientos migratorios, en los países receptores ha ocurrido lo contrario, es decir una mayor incidencia de juventud y de masculinidad, así como una natalidad algo robustecida y una mortalidad algo más baja, aunque todo ello es prácticamente imperceptible en vista del número exiguo de estos inmigrantes —en términos relativos— dentro del conjunto de la población total de los países receptores.

Tras los primeros años en los que la inmensa mayoría de los inmigrantes magrebíes eran hombres, el movimiento se ha ido femenizando, sobre todo después de las prohibiciones y restricciones iniciales, por el fenómeno del reagrupamiento familiar (el permiso otorgado a inmigrantes legales para incorporar a familiares de determinados grados de parentesco al status de inmigrante y residente). Este fenómeno de reagrupamiento, es un indicador claro de que la emigración a Europa desde el Norte de Africa no guarda relación alguna con la llamada "emigración española a Europa" de los años sesenta, por ejemplo, que no se caracterizó por el reagrupamiento familiar sino casi exclusivamente por la salida de hombres, principalmente, y el retorno masivo de esa misma población emigrante masculina a su país de origen después de algunos años en el extranjero. La finalidad de aquella emigración, como es muy sabido, era fundamentalmente la de acumular divisas para reemprender la vida en la propia España al cabo de un tiempo, y no la de asentarse definitivamente en el territorio de acogida.

Nos encontramos, por el contrario, en el caso de la inmigración africana a Europa en el momento actual, con una clara voluntad de asentarse de forma permanente en los países donde se instalan los inmigrantes. Una muestra de ello, en el orden sociológico, es el hecho de que las poblaciones instaladas en suelo europeo comienzan a adoptar pautas y costumbres europeas. En lo referente a la natalidad, por ejemplo, las mujeres magrebíes residentes en Europa registran una media de 1 a 2 hijos, frente a los 3 a 5 que tienen las mujeres nordafricanas que viven en su país de origen.

Aunque se asientan con preferencia en las ciudades, las poblaciones africanas inmigrantes tienen procedencia rural, y en muchos casos presentan altos índices de analfabetismo y la carencia de cualificación laboral. En los países europeos de asentamiento, ocupan empleos de menor cualificación, es decir trabajos rutinarios que liberan salarios bajos. Aun así, incluso en los años de recesión económica de los años ochenta, las poblaciones inmigrantes registraron un menor índice de paro, ya que estaban ocupados en empleos marginales que los propios europeos rechazaban.

Resulta posible afirmar que la población magrebí es requerida y aceptada precisamente en función de su escasa cualificación (como lo fue, hace treinta años, la población española —y también la portuguesa, la italiana y la griega, por ejemplo— emigrada a otros países de Europa occidental), por lo que es escasa también su competencia respecto de la población autóctona, por lo menos en cuanto a lo que se refiere a los empleos y a los salarios. Esta población inmigrante está dispuesta, asimismo, a exponerse a vivir incluso en condiciones de gran pobreza y de marginación social, a la intolerancia religiosa, al racismo y a la xenofobia, antes que volver a sus países de origen para pasar hambre o persecuciones, engrosar las listas del paro o sufrir las consecuencias de regímenes autoritarios y de la falta de libertad.

Europa occidental se ha convertido, pues, en lugar de asentamiento para muchas personas provenientes de los países del mundo menos desarrollado y de los países de la Europa del Este. Entre los principales receptores de estas personas, figura España. Es bien conocido que desde hace dos décadas se ha producido un cambio del modelo migratorio en nuestro país. España ha pasado de ser un foco emisor, a convertirse en un importante receptor de inmigrantes dentro de Europa occidental. Las restricciones más severas a la entrada de inmigrantes por parte de otros miembros de la Unión Europea han propiciado, en parte, que España deje de ser puente de paso —desde América Latina y sobre todo desde Africa del Norte—, para convertirse en lugar de asentamiento permanente.

A ello, debemos añadir la cercanía geográfica al Norte de Africa, y la cercanía cultural con los países latinoamericanos, así como sus atractivos bioclimáticos, que son características que confieren a España, entre otros factores, una cierta originalidad y un cierto atractivo en comparación con nuestros vecinos europeos.

El cambio de signo del saldo migratorio se produjo, en el caso de España, a mediados de los años setenta, como consecuencia, entre otros factores, del retorno de esos emigrantes de la erróneamente llamada "emigración española a Europa", de la nueva prosperidad alcanzada gracias al fuerte desarrollo de la década anterior, y del cambio de régimen político en favor de la democracia. Entre 1970 y 1980 se redujeron las salidas de forma drástica, pero los desplazamientos registrados en el interior del propio país —las migraciones internas—, llegaron a ser muy importantes por su volumen, como continuación de un proceso que había arrancado en los años cincuenta y sesenta.

En el caso de la inmigración extranjera en España, en los años noventa había registrado en nuestro país un total de residentes extranjeros legales que superaba ligeramente las 400.000 personas. No obstante, España constaba, según estimaciones más o menos fiables, en segundo lugar —detrás de Italia— en cuanto al número de inmigrantes en situación ilegal, con un total aproximado de 650.000 personas. Esto daría un total de más de un millón de extranjeros en nuestro país en estos últimos años, pero se trata de estimaciones y no de los datos oficiales, que situaban la inmigración en España —legal e ilegal— en torno a las 800.000 personas hacia mediados de los años noventa. Por otra parte, con la aprobación de la reciente Ley de Extranjería, se han realizado esfuerzos notables por regularizar la situación de los inmigrantes y residentes en nuestro país en un intento de reducir la clandestinidad.

Con la liberalización de las fronteras dentro de la Unión Europea se añade otro elemento perturbador respecto de las estadísticas. Por esto, las estimaciones y las cifras oficiales pueden variar substancialmente de un año a otro, y de un recopilador a otro. Esto es típico, no sólo del caso de la estadística en España —muy aceptable, dicho sea de paso—, sino del caso de todas las estadísticas acerca de las migraciones en general. Con mucho, se trata del ámbito demográfico donde resulta más difícil poner un número exacto, por su naturaleza misma como fenómeno de continuo trasiego y variación.

Por otro lado, no debe olvidarse que por diversos motivos, no pocos inmigrantes procuran, precisamente, buscar los medios para evitar una constancia en las estadísticas oficiales.

En España, son los inmigrantes provenientes de otros países de Europa occidental los que predominan respecto al resto de la población inmigratoria. Sin embargo, según los datos procedentes de las entradas que se registraron desde la primera mitad de los años noventa, ha habido un notable cambio de tendencia en años muy recientes, de difícil cuantificación. Se sabe, no obstante, que disminuye, en su conjunto, la presencia de residentes extranjeros procedentes de otros países de Europa occidental, a la vez que se va incrementando la participación de población procedente de los países de la Europa del Este. Con todo, los africanos son el grupo de inmigrantes que va creciendo con la mayor celeridad, y no sólo los magrebíes, sino también los inmigrantes procedentes de la Africa subsahariana, seguidos muy de cerca por inmigrantes que provienen de países latinoamericanos y asiáticos, que van incrementando su presencia de forma cada vez más acelerada.

Del total de residentes extranjeros en España, algo más de la mitad está establecida en el llamado Arco Mediterráneo, que se extiende desde la frontera con Francia hasta Murcia y las provincias andaluzas mediterráneas. Este dato resulta significativo como indicador de las preferencias respecto del lugar de establecimiento de los inmigrantes, dado que este espacio representa menos de la cuarta parte de la superficie total del país. Las zonas del Arco Mediterráneo son especialmente propicias para la entrada de inmigrantes dada su cercanía geográfica al Norte de Africa, entre otras cosas, y es conocida su idoneidad como lugar de asentamiento más o menos permanente debido a sus condiciones climáticas y a la actividad turística, en la que los inmigrantes tienen más oportunidades de acceder a un puesto de trabajo en el sector terciario no cualificado, así como más posibilidad de una colocación laboral en actividades agrarias no especializadas.

Ocurre, pues, el mismo fenómeno que se produce en otras zonas de agricultura intensiva españolas, en las que paulatinamente los trabajadores del mediodía español que tradicionalmente realizaban las labores más duras del campo, van siendo sustituidos por trabajadores de otros países, mayoritariamente de origen africano.

En cambio, en la vertiente septentrional, este tipo de inmigrantes, o bien se hallan ligados a los cascos viejos, o bien se hallan distribuidos de forma difusa en las unidades vecinales y barrios de pobreza sectorial, o en las viviendas aisladas de peores condiciones de habitabilidad, y se procuran modos de vida más típicos de la ciudad, pero casi siempre en trabajos de escasa cualificación. Este tipo de inmigrantes es el que siente la exclusión económica y la marginación social con mayor fuerza, teniendo en cuenta sus carencias de todo tipo.

Sobre todo, estos inmigrantes sufren las consecuencias de los estereotipos que se puedan crear en su entorno, puesto que las distintas formas de delincuencia protagonizada por individuos procedentes de grupos muy minoritarios, son fácilmente extrapoladas por la población autóctona al conjunto de la colectividad extranjera.

En el ambiente altamente volátil de los movimientos migratorios actuales en Europa, especialmente teniendo en cuenta la evolución reciente del proceso de integración hacia la unión plena y la política social y exterior de la Unión Europea, es muy difícil predecir, incluso a corto plazo, el rumbo que van a emprender las migraciones. No resulta demasiado arriesgado afirmar, no obstante, que estos movimientos migratorios van a continuar siendo una importante variable dentro de la compleja configuración del espacio sociopolítico y económico europeo, y que España va a constituir un solar donde se van a producir grandes cambios en este ámbito en los próximos años.

La inmigración es una cuestión con múltiples caras. Por un lado, la libertad para moverse a través de las fronteras nacionales es considerada por muchos, no sólo como una realidad inevitable y cada vez más generalizada en la sociedad postindustrial, sino como un fenómeno deseable y acorde con la dignidad humana, y por lo tanto como un derecho que tendría que reconocerse más plenamente. Los que mantienen esta postura condenan a aquellos grupos políticos, sociales o económicos —como los ultranacionalistas, un sector proteccionista del empresariado y algunos sindicatos—, que abogan a favor de la justicia social para sus propias gentes, pero que sin embargo no están dispuestos a defender las mismas reivindicaciones cuando se expresan en favor de los extranjeros residentes en el país.

Por otro lado, se articula, a veces, como base para excluir a los extranjeros que arriban a las puertas de un nuevo país o de una nueva región, el argumento de que tienen prioridad absoluta los derechos de los ciudadanos autóctonos a gozar de los frutos del propio trabajo frente a los inmigrantes, cuya presencia es considerada como una amenaza o como una usurpación. En el contexto de este dilema aparente, muy de nuestros días, llegan a ser relevantes los hechos en torno a los impactos económicos y sociales de la inmigración. El argumento político y económico que más a menudo se ha esgrimido en contra de la admisión de inmigrantes, es el supuesto hecho de que quitan muchos puestos de trabajo a la población autóctona. Frente a este argumento, la teoría económica nos dice que tiene que haber algo de desempleo en algunos sectores y momentos debido a la inmigración, del mismo modo que la mecanización y la robotización, tan típicos del momento económico actual, producen efectos negativos sobre la fuerza laboral en algunos casos y en determinados países y momentos.

Pero no se ha demostrado sin sombra de dudas, hasta la fecha, que pueda haber un desempleo substancioso y generalizado causado por los inmigrantes en regiones de mucha inmigración. Más bien al contrario, tanto en las zonas de gran inmigración histórica, como en las más recientes y actuales, parece ser que la inmigración ha sido y está siendo, desde el punto de vista económico, generalmente beneficioso para las regiones de acogida.

Una razón es que los inmigrantes potenciales —sobre todo los del mundo desarrollado—, son más o menos conscientes, en el momento actual, de las condiciones laborales de las regiones de destino, y tienden a no desplazarse masivamente a ellas si sus habilidades no están en gran demanda. También, como comentamos antes, muchos inmigrantes tienden a no aportar un grado de cualificación excesivamente alto (los del mundo menos desarrollado), o por lo contrario tienden a desplegar un amplio espectro de habilidades muy especializadas (los del mundo desarrollado), por lo que no suelen afectar más que a una minoría de sectores o de industrias, y su impacto se difumina más bien en todo el sistema.

Por otra parte, los inmigrantes no entran siempre en competencia directa con la población autóctona en cuanto a los trabajos y a los sueldos que están dispuestos a aceptar, ya que siempre quedan empleos de bajo status que la población nativa rechaza en gran medida (incluso en momentos de gran incidencia de paro). Al mismo tiempo, por último, los inmigrantes pueden crear un aumento en la demanda de trabajo en muchas ocupaciones. No sólo consumen bienes y servicios, lo cual en sí es beneficioso, sino que también los crean y los distribuyen. A la larga, es muy posible que la inmigración actual pueda llegar a crear tantos puestos de trabajo con su producción y su gasto, como los que lleguen a ocupar, igual que con lo que pasó con la primera inmigración fuerte a los países del Nuevo Mundo en otras épocas.

El tema más de fondo en torno a las migraciones en Occidente —ya en el ámbito social—, radica en que la mayor parte de los inmigrantes procede, hoy en día, de los países más pobres del mundo, y esto —desde el lado de los integrantes de los movimientos migratorios—, trae consigo, a gran escala, los problemas de inadaptación física, psicológica y social que entraña todo movimiento horizontal. Por otra parte, los argumentos de tipo económico suelen encubrir —desde el lado de la población autóctona—, la grave cuestión del rechazo de los inmigrantes, lo cual ha propiciado, en los últimos años, el surgimiento de nacionalismos excluyentes (en Francia, Austria, Alemania y Estados Unidos, por ejemplo), que van asociados a brotes periódicos de violencia.

Estos brotes reflejan un racismo (discriminación por motivo de la raza) y una xenofobia (odio hacia los extranjeros), males que no han sido erradicados del mundo desarrollado a pesar de los grandes logros sociales de la modernidad. Debido a todo esto, el tema de la inmigración es un ámbito en torno al cual las personas y las naciones todavía tienen que superar muchas barreras y opacidades heredadas de épocas históricas más oscuras en el caminar de la humanidad hacia el verdadero progreso y hacia el verdadero cambio social.

Como parte de ese caminar, al margen de los procesos de inadaptación y de discriminación, ya comentados, los inmigrantes suelen ser objeto de un triple proceso que invariablemente entraña la asimilación, la integración o la mera inserción en la comunidad de acogida. El término asimilación describe el fenómeno mediante el cual el inmigrante se convierte en una parte indisociable del conjunto mayoritario, en el cual se funde completamente, hasta el punto de perder toda su propia identidad originaria. La Sociología asemeja este concepto al de la aculturación, según la cual el grupo minoritario, con el tiempo (dos o tres generaciones), llega a perder hasta los últimos elementos esenciales de su herencia cultural, que suelen ser la memoria colectiva y las creencias religiosas, las costumbres y las tradiciones, el folklore y la lengua.

Este fenómeno de asimilación de inmigrantes ha sido muy fuerte en algunos países de Occidente, como por ejemplo en Estados Unidos, como resultado de la aplicación práctica de la idea del famoso crisol de fundición o melting pot. La asimilación es beneficiosa, a la larga, para el país de acogida, por cuanto que evita las asperezas y los conflictos derivados de la diversidad étnica, pero no pocos científicos sociales la consideran reprobable, por cuanto que el precio que tiene que pagar el inmigrante para conseguir la seguridad económica y la paz social en su nuevo entorno, es muy elevado en términos de pérdida de raíces, identidad y riqueza personal y cultural.

Por su parte, la integración hace referencia al fenómeno por el cual los inmigrantes llegan a participar en las actividades y a adherirse al conjunto global de los valores del grupo mayoritario de la comunidad de acogida, pero sin sacrificar su propio origen o su propia identidad. Este proceso es entonces mucho menos intenso que el de la asimilación: el inmigrante no llega a renunciar nunca a su propia cultura, sino que compagina su pertenencia a esa cultura con la participación en muchos de los valores de la cultura del país de acogida. Logra igualmente la seguridad económica y la paz social, pero ya no en completa consonancia con la sociedad que le rodea hasta el punto de fundirse en ella, como en el caso de la asimilación, sino guardando no pocos elementos de su propia identidad, normalmente aquellos que no entran en conflicto con los rasgos básicos de identidad del grupo mayoritario.

Este fenómeno de la integración —un proceso que halla un punto histórico culminante en el proceso de integración racial en los Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta—, es también típico de muchos países del entorno occidental y más propiamente europeo —en el Reino Unido, por ejemplo—, donde los inmigrantes siguen manteniendo muchos rasgos de su propia identidad, a la vez que van siendo —nunca mejor dicho— integrados más plenamente en la comunidad. Esto es lo que también ha estado ocurriendo en países como Canadá, con su famoso "mosaico multicultural", y esta vía se considera como el mejor modo (aunque el más difícil de conseguir) para encarrilar el fenómeno de la inmigración desde el punto de vista económico, cultural, social y político.

Hasta cierto punto, la asimilación y la integración se contraponen, finalmente, al fenómeno de la inserción. Este fenómeno se refiere al caso de inmigrantes que no abandonan prácticamente ningún elemento de su identidad ni los modos propios de su país de origen, sino que mantienen a toda costa sus tradiciones y su estructura mental y social en el país de acogida, para con ello intentar negociar los términos de su presencia en esa sociedad. Esta negociación se lleva a cabo sobre la base de la reivindicación de un cierto número de derechos específicos de las minorías étnicas, religiosas, lingüísticas y raciales, y no suele hallarse libre de polémica, controversia o conflicto.

En sentido estricto, se puede decir que de algún modo estos grupos de inmigrantes no llegan, ni con el tiempo, a pertenecer realmente a la sociedad de acogida, sino que simplemente están metidos —insertados— en ella físicamente, y no pocas veces enfrentadas con ella, a pesar de que también, en muchos casos, han logrado un cierto grado de seguridad económica y de paz social.

Este es el caso típico, por ejemplo, de los turcos en Alemania, y —más llamativo— de los distintos grupos islámicos en Francia y en otros países europeos, en torno a los cuales gira la mayor parte de la problemática de la inmigración en Europa hoy en día.

De acuerdo con esta problemática, los distintos países occidentales han establecido leyes y programas de actuación que conforman un modelo u otro de asimilación, integración o inserción. En Europa concretamente, el ámbito de la inmigración no forma parte de una política supranacional, sino que cada país conserva su soberanía en esta materia. Sin embargo, aunque cada país tiene su propia política de control de las entradas, permiso de residencia y de trabajo, con el proceso de consolidación de la Unión Europea, es posible que a corto o medio plazo se produzca una cierta homogeneización.

A esto cabe añadir que la nueva situación creada con la caída de las economías planificadas del este europeo y la reunificación alemana, así como los conflictos en la antigua Yugloslavia y en Albania, por ejemplo, plantea una nueva variante respecto de las expectativas de los inmigrantes prospectivos, y permite pensar en un cambio en la balanza migratoria, y en consecuencia en la disyuntiva integración-exclusión.

La Europa del Este podría convertirse en un serio competidor del mundo menos desarrollado en cuanto al suministro de mano de obra, dada la mayor similitud cultural y la percepción que se tiene, en Europa occidental, de la mayor cualificación, experiencia y disciplina de sus trabajadores. No es factible, sin embargo, pensar que la presión que ejerce el mundo menos desarrollado se vaya a frenar simplemente con políticas más restrictivas. Mientras persistan desequilibrios económicos y sociales tan abultados como los que existen entre los países del mundo desarrollado y los del mundo menos desarrollado, es más que probable que las corrientes migratorias no sólo vayan a continuar, sino que incluso vayan a aumentar.

La problemática de la inmigración es en el fondo una cuestión más social que económica en la Europa actual. En el caso concreto de España, a pesar de los episodios esporádicos de problemas relacionados con las fronteras y con la inmigración clandestina, sobre todo en torno al Estrecho de Gibraltar, nuestro país está relativamente al margen de los graves problemas de la inmigración actual. También es cierto que los movimientos migratorios recientes en España han sido mucho más interregionales que internacionales, como ya hemos indicado, hasta el punto de que la presencia de inmigrantes extranjeros, en amplias zonas de España, no se hace notar excesivamente, dentro de un contexto de una inmigración legal relativamente pequeña en número, que apenas rebasa el uno por ciento de la población total asentada y residente en España.

Por otro lado, España es uno de los países europeos más homogéneos en lo que a la identificación cultural y nacional se refiere, a diferencia de los otros países del entorno inmediato, que ostentan características de una mayor diversificación cultural de base —precisamente por la inmigración, entre otros factores— en comparación con España. Esto redunda en el hecho de que los españoles suelen adoptar actitudes también relativamente homogéneas frente a los acontecimientos y a las realidades que les atañen más directamente, y hoy por hoy la inmigración no parece ofrecer grandes puntos de conflictividad o de rechazo, si nos fijamos en los hechos diarios y en las estadísticas. Con todo, en España —como claro síntoma de peligro— han hecho sonar la señal de alarma los tristemente conocidos enfrentamientos del Poniente almeriense en fechas aún muy recientes.

En esto de la inmigración tampoco parece haber mucha coherencia por parte de las autoridades, no sólo españolas, sino europeas, por cuanto que no han abordado esta problemática de forma profunda, aunque es cierto que el tema de los movimientos migratorios es muy complejo y no admite acciones que no hayan sido ponderadas en cuanto a sus consecuencias a largo plazo. Pero no se ve que se esté analizando muy seriamente esta cuestión pese a la gravedad de la situación actual, aunque los gobiernos europeos han iniciado consultas que desembocarán, previsiblemente, en una política europea inmigratoria común, como se anunció en la Conferencia de Tampere (Finlandia) hace pocos meses.

Las actitudes de los españoles ante el tema de los inmigrantes han sido estudiadas en España por distintos organismos, entre ellos el Centro de Investigaciones sobre la Realidad Social (CIRES). Es interesante observar cómo valoran los españoles a los inmigrantes en la actualidad, según el lugar de procedencia de los extranjeros asentados en nuestro país. Los españoles aparecen, en general, como muy tolerantes respecto de los inmigrantes, pero también es cierto que, en comparación con los otros países europeos, el contacto diario de los españoles con personas procedentes del extranjero, por regla general, es menos frecuente y menos intenso, por lo que la posibilidad de tensión y de conflicto se reduce substancialmente. Por otro lado —igual que con lo que pasa con el resto de los europeos—, también los españoles, manifiestan preferencias algo marcadas en favor de los inmigrantes de su propio entorno geográfico y político (Europa), o cultural e histórico (América del Sur), y menos simpatía hacia los inmigrantes procedentes de Asia, de América del Norte y sobre todo de Africa, siempre dentro de un contexto generalmente favorable y dentro de estrechos márgenes de valoración.

Puede ser que la menor valoración otorgada por los españoles a los inmigrantes procedentes de Estados Unidos sea, más que nada, simplemente una cuestión sintomática de los tiempos que corren, dada la costumbre muy extendida, en este país y en muchos otros países —hasta el punto de ser un reflejo prácticamente atávico o subconsciente—, de manifestar aversión y rechazo respecto de los llamados yankees, cuando en realidad no hay verdaderas causas personales o institucionales graves que justifiquen tal animadversión.

La menor valoración otorgada a los asiáticos y a los africanos tampoco debe extrañar, por su parte, puesto que el desconocimiento de otras razas y de otras culturas es siempre un elemento automático de distanciamiento, sin que por ello medie necesaria o normalmente sentimientos profundos de odio, desprecio u otras actitudes de rechazo consciente y deliberado.

Con todo, sin embargo, esta estadística puede servirnos de aviso, por cuanto que los mayores contingentes de inmigrantes que se puede esperar que vayan a seguir fluyendo a nuestras fronteras y costas en los años próximos, provienen precisamente de estos dos últimos continentes —sobre todo del último—, y van a ser más frecuentes y más intensos los intercambios personales e institucionales con una población inmigrante cada vez más visible y cada vez más activa. Entre otras cosas, está por ver si la inmigración incrementada en España va a discurrir por derroteros de asimilación, integración o inserción.

Los españoles —que según una costumbre muy arraigada siempre han tenido a gala manifestarse, individual y colectivamente, como ciudadanos de un pueblo no racista y no xenófobo, frente al supuesto chauvinismo de otros países europeos—, tendrán su verdadera prueba de fuego, sin duda alguna, antes de que termine el primer tercio del Siglo XXI, y muy posiblemente antes de que finalice la presente década.