15 mayo 2007

LOS SOFISTAS

[Una gran lección de Chesterton —dice Jorge Bustos (cfr. Nueva Revista, nº 106)— es que "la capacidad de penetrar en las ideas y en las conciencias no supone sólo una ventaja en los negocios, sino sobre todo es el canal idóneo para ser bueno y feliz. La experiencia nos dice que no todos los tontos son malos, pero sí que todos los malos son tontos e infelices.”

A este grupo de los tontos e infelices —aunque ellos puedan considerarse “sabios de Grecia”— pertenecen los sofistas: los de hoy, como los de ayer. Son charlatanes de feria, loros más o menos vistosos que repiten las cantinelas sin sentido que les enseñan sus jefes: nada que ver con la verdad, todo es pura apariencia. El que valora la verdad, huye de los sofistas como de la peste bubónica.

Alejandro Llano suele arremeter contra los sofistas con cierta frecuencia y lo hace de modo inteligente, con ironía de la buena, al estilo de Chesterton.

Por ejemplo, hace poco menos de un año (cfr. La Gaceta, 24-VI-2006), después de recordar, como le gusta, la elocuente y expresiva definición que Platón hace de los sofistas —“mercaderes ambulantes de golosinas del alma”—, escribía: “Y hoy está el mercado de la información y de la cultura repleto de chiringuitos donde se expenden todo tipo de materiales azucarados totalmente incompatibles con la tan celebrada dieta mediterránea. Pues bien, ahora, como entonces, una de las pocas herramientas eficaces para combatir el abotargamiento intelectual es la ironía. No la ironía ácida, a la que también nos han acostumbrado los sofistas, sino justamente la que surge de la ingenuidad. Porque lo más inocente de todo es llamar a las cosas por su nombre y -como el Juan de Mairena machadiano- ir por ahí anunciando que la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.”

Y en otro artículo, pocas semanas más tarde (cfr. La Gaceta, 14-IX-2006), decía: “…en este país se nos está tratando como a menores de edad. Necesitamos un nuevo proceso de emancipación mental que nos devuelva la capacidad de pensar y hablar por cuenta propia en sociedad. De lo contrario, seguiremos cayendo una y otra vez en manos de los autodeclarados expertos. La tecnocracia y la burocracia están complementadas y potenciadas hoy día por las técnicas de manipulación social. Los sofistas vuelven a dominar el terreno de juego y practican algo parecido a lo que antes se llamaba fútbol total.”

Hace pocos días (La Gaceta, 1-V-2007), tomando ocasión de las últimas mentiras y chanchullos del gobierno socialista, Alejandro Llano ha escrito otro artículo titulado “Los sofistas”: no tiene desperdicio y, como ocurre con los textos de Chesterton —“por su alegre sabiduría y por la belleza y contundencia de su prosa” (Jorge Bustos)—, merece la pena leerlo.]

# 386 Varios Categoria-Varios: Etica y antropología

por Alejandro Llano

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Especializados en convertir el argumento más débil en la razón más fuerte, los sofistas manejan el lenguaje como un instrumento puramente utilitario para convencer a los demás de aquello que a los propios sofistas les conviene. Hablar ya no es una actividad que esté al servicio del encuentro con la verdad, sino que se encamina al logro del poder. Parecen sabios, pero no lo son. Tampoco el sofista se identifica con el retórico. El retórico trata de hacer verosímil lo verdadero, mientras que el sofista intenta hacer verosímil lo falso.

A los sofistas griegos, Platón los llamó mercaderes ambulantes de golosinas del alma. Ahora bien, su vigencia no se limita a la antigüedad clásica. Los sofistas han revivido y hoy se los encuentra por todas partes. Expenden ideas-basura, comida rápida para alimentar mentes adocenadas por medios de comunicación que ocultan datos y —por poner un caso reciente— han pasado de ser periódicos de referencia a prensa amarilla, según ha dicho Hermann Tertsch acerca de un diario madrileño del que tuvo que salir por atreverse a decir la verdad (cfr. # 385 de este blog).

En la España actual la sofística ha dejado de ser una curiosa anomalía para convertirse en un fenómeno global. Los discursos de muchos personajes cercanos al Gobierno constituyen ejemplos de constantes atentados a la lógica y al sentido común. Cuanto más próximos parece que se encuentran a la verdad, más niegan la evidencia. La reciente declaración de Manuel Conthe en el Congreso representó una valiente excepción. Habló de presiones sobre el organismo regulador del mercado de valores y apuntó cuál era el origen de semejantes extorsiones. Pero, desde el punto de vista del ambiente informativo, también esta excepción vino a confirmar la regla. Porque inmediatamente, esa misma noche, los medios paraoficiales manipulaban sus palabras y tergiversaban sus ideas. Aquí no ha pasado nada. Los socialistas seguimos siendo tan honrados como antes y nunca hemos roto un plato.

El gran maestro de sofistas, el gurú de la confusión mental, es el presidente del Gobierno. No se sabe cómo, pero cuando la realidad refuta sus palabras, se las apaña para hacer ver a muchos que en rigor ha sucedido lo que él anunciaba y que, por lo tanto, continuará por el mismo camino. Cuando surja el próximo encontronazo con los hechos, ya encontrará otro modo de ejercitar sus artes de ilusionista. Y, si los hechos no concuerdan con sus palabras, ¡peor para los hechos! Al fin y al cabo la tajante diferencia entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, entre lo útil y lo perjudicial para el país, todo eso corresponde a un modo rígido y superado de pensar. Él es más comprensivo, más flexible, conecta mejor con el sentir de amplios sectores de la población española.

Y lo peor es que esto último parece ser cierto. En los dos programas de preguntas a Zapatero y a Rajoy, lo más penoso fue precisamente el modo de razonar de la mayor parte de un público presuntamente seleccionado por procedimientos sociológicos neutrales. Salvo contados casos, ofrecieron un panorama de planteamientos económicamente interesados, talantes foscos, actitudes sentimentales y notoria incapacidad para la réplica. Si tal es el retrato robot del español medio, nuestros actuales gobernantes tienen por delante una larga vida política.

El único modo de romper tal círculo vicioso es la formación intelectual y la cultura política. Pero esta educación para la esfera pública tendremos que buscarla cada uno por nuestra cuenta —o trabajar para adquirirla en pequeños grupos más o menos clandestinos— porque lo que nos llegue por vía oficial y burocrática vendrá ya empapado del aroma de la sofística. Siempre se ha pensado que la clave para la educación de todo un pueblo es el bachillerato. Ahora bien, la confusa reforma de este ciclo escolar, tal como estos días se anuncia, no promete nada bueno ni desde el punto de vista de la enseñanza ni desde la perspectiva del civismo. Lamentablemente, la educación se está convirtiendo, cada día más, en adiestramiento y domesticación con creciente ausencia de aprendizaje de las ciencias teóricas y de las humanidades.

Como se trata de una perspectiva dilatada, de un largo camino por recorrer, deberíamos procurar entre tanto no acoger acríticamente las versiones convencionales de las ideas y los acontecimientos. El tópico, el lugar común, es la muerte en flor del pensamiento libre. Lo políticamente correcto nos acogota y empequeñece nuestra talla ciudadana. Sócrates pagó bien cara su disidencia respecto a los sofistas. Pero su conducta sigue iluminando nuestra civilización. Desconfiemos de los panfletos de autoayuda y de los bestsellers de divulgación. Busquemos la mejor calidad intelectual que seamos capaces de asimilar. El mercado laboral se afana por contratar talentos. Pero esa excelencia intelectual sólo la roza quien se decide a pensar por cuenta propia.

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