30 diciembre 2005

FELICIDAD Y COHERENCIA DE VIDA

[Todas las personas necesitan un objetivo en sus vidas; la existencia de un hombre o de una mujer no puede limitarse a un simple pasar el tiempo, sin finalidad y sin sentido; o a una serie de acciones o de aventuras, según sople el viento del capricho, para llenar sus días y evitar a toda costa que les domine el hastio.

  • Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida -dice el autor de este artículo publicado en interrogantes.net-, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan del itinerario que nos hemos trazado. (...)
  • A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo. (...)
  • A veces la vida parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar. (...)
Si uno va por por la vida desnortado será raro que pueda lograr la felicidad propia y la de quienes le rodean.]

#256 Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia



por Alfonso Aguiló


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Coherencia de vida

La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.

Cada hombre ha de esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a su vida proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que llenan de contenido su existencia.

A partir de cierta edad, todo esto ha de ser ya algo bastante definido, de manera que en cada momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o se propone hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le dificulta ser fiel a sí mismo.

Se trata de algo asequible a todos. Lo único que hace falta es —si no se ha hecho— tratarlo seriamente con uno mismo: como decía Epícteto, “enseguida te persuadirás: nadie tiene tanto poder para persuadirte a ti como el que tienes tú mismo”.

Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan de ese itinerario que nos hemos trazado. Si con demasiada frecuencia nos proponemos hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida. Muchas veces lo justificaremos diciendo que «ya nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos», o que siempre «del dicho al hecho hay mucho trecho», o alguna que otra frase lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y esforzarnos seriamente en ser fieles a nuestro proyecto de vida.

Es un tema difícil, pero tan difícil como importante. A veces la vida parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a la complejidad de la vida —como si fuéramos sus víctimas impotentes— lo que muchas veces no es más que una turbia complicidad con la debilidad que hay en nosotros.

Somos cada uno de nosotros los más interesados en averiguar cuál es el grado de complicidad con todo lo inauténtico que pueda haber en nuestra vida. Si uno aprecia en sí mismo una cierta inconstancia vital, como si anduviera por la vida distraído de sí mismo, como desnortado, sin terminar de tomar las riendas de su existencia —quizá por los problemas que pudiera suponer exigirse coherencia y autenticidad—, parece claro que está en juego su acierto en el vivir y, como consecuencia, una buena parte de la felicidad de quienes le rodean.

Es verdad que las cosas no son siempre sencillas, y que en ocasiones resulta realmente difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades serias, y a veces el desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza. Pero hay que mantener la confianza en uno mismo, no decir «no puedo», porque no es verdad, porque casi siempre se puede. No podemos olvidar que hay elecciones que son fundamentales en nuestra vida, y que la dispersión, la frivolidad, la renuncia a aquello que vimos con claridad que debíamos hacer, todo eso, termina afectando al propio hombre, despersonalizándolo.

Una vida sin disfraces

Todos solemos contemplar con admiración a las personas, las familias o las instituciones que están basadas en principios sólidos y hacen bien las cosas. Nos admira su fuerza, su prestigio o su madurez, y habitualmente nos preguntamos: ¿Cómo lo logran? Tendría que aprender a hacerlo así.

Lo malo es que muchas veces buscamos un consejo que sea una solución rápida y milagrosa a nuestros problemas, como si fuera todo cuestión de una especie de sencilla cosmética de los valores.

Al calor de ese afán humano por los remedios rápidos, ha surgido en los últimos años una extensa literatura dedicada a la efectividad personal, que a menudo parece ignorar el proceso natural de esfuerzo y desarrollo que la hacen posible. Es el esquema del «hágase rico en una semana», «aprenda inglés sin esfuerzo», «cómo ganar un montón de amigos», «cómo causar buena impresión», etc. Lo habitual es que proporcionen una serie de consejos más o menos eficaces para solucionar problemas superficiales, pero dejen de lado las cuestiones de fondo.

Sin embargo, desde los filósofos griegos hasta nuestros días, los autores que han estudiado seriamente la búsqueda humana de las claves del vivir con acierto, se han centrado básicamente en los esfuerzos que el hombre hace por integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y valores como la honestidad, la justicia, la generosidad, el esfuerzo, la paciencia, la humildad, la sencillez, la fidelidad, el valor, la mesura, la lealtad, la veracidad, etc. Y no como una cuestión cosmética sino profunda, que busca cambiar por dentro a la persona, constituir hábitos y rasgos que conformen con hondura el propio carácter.

Podría compararse a las labores del campo. De la misma manera que sería ridículo olvidarse de sembrar en primavera, holgazanear luego durante todo el verano, y pretender al final acudir afanosamente en otoño a recoger la cosecha..., por la misma razón, no se puede pretender cosechar una vida lograda sin haber puesto previamente los medios necesarios.

El campo, como la vida humana, es un sistema natural. Uno hace el esfuerzo, el proceso natural sigue su curso y —aunque el proceso esté expuesto a incertidumbres— lo normal es que se coseche lo que se siembra. Y, desde luego, si no se siembra, si el campo no se trabaja, lo normal es que no se recojan más que malas hierbas.

En la mayoría de las interacciones humanas breves, se puede salir del paso mediante técnicas superficiales que dan resultado a corto plazo. En esas estrategias se centran los autores que antes hemos mencionado. Y ciertamente se puede lograr producir una impresión favorable en otras personas mediante el encanto y la habilidad personales, o mediante cualquier técnica de persuasión, pero esos rasgos secundarios no tienen ningún valor en relaciones personales prolongadas.

Puedes producir de modo ficticio una buena imagen en un encuentro o un trato más o menos ocasional, pero difícilmente podrás mantener esa imagen en una convivencia de años con tus hijos, tu cónyuge, tus compañeros o tus amigos. Si no hay una integridad personal profunda y un carácter bien formado, tarde o temprano los desafíos de la vida sacan a la superficie los verdaderos motivos, y el fracaso de las relaciones humanas acaba imponiéndose sobre el efímero triunfo anterior.

Hay personas que presentan una imagen exterior de cierta categoría personal, y logran incluso un considerable reconocimiento social de sus supuestos talentos, pero carecen en su vida privada de una verdadera calidad humana. Pienso que antes o después, y de modo inevitable, esa mezquindad personal se traslucirá en su vida social y en todas sus relaciones personales prolongadas.

Balance de la propia vida

Hay vidas llenas de aparente éxito que son profundamente infelices y están dominadas por el desencanto ante ese estilo de vida, quizá espléndido en sus resultados, pero que se percibe como suplantador del que se hubiera debido tomar.

A muchas personas les cuesta abordar esa pregunta tan sencilla y tan crucial como es ¿por qué y para qué vivo?, ¿qué sentido debe tener mi vida? Tienden a eludir esa cuestión, a aplazarla continuamente, como esperando a que la misma vida se lo acabe descubriendo.

Lo malo es que, si lo retrasan mucho, corren el riesgo de encontrarse un día con la impresión de haber vivido hasta entonces sin apenas sentido. Y cuanto más tarde sucede esto, más difícil resulta corregir el rumbo. Tanto, que a muchos entonces ese descubrimiento les llena de angustia y lo sepultan bajo la adicción al trabajo, una pose escéptica o un activismo irreflexivo.

Hay etapas en la vida que propician más esa tendencia a hacer balance de la propia vida: la adolescencia, el término de los estudios, la crisis de madurez de los cuarenta o cuarenta y cinco años, la jubilación, la pérdida de facultades propia de la entrada en la ancianidad, etc.

En muchos de esos balances existenciales es fácil pensar (en muchas ocasiones con poca objetividad) que se podría haber hecho mucho mejor uso de ese tiempo de vida ya consumido. Y por eso pueden dejar un cierto sabor amargo, de lo que pudo ser y no fue, de tantas limitaciones, de tantos errores y fracasos.

Pero también esas crisis pueden ayudar a rectificar una vida equivocada. Serán útiles en la medida en que ayuden a tomar conciencia de los errores (y descubrir, por ejemplo, que había bastante mediocridad, o que junto a un cierto éxito exterior se ha llegado a una situación de grave empobrecimiento interior, o que se estaba demasiado centrado en uno mismo, etc.). Podemos sacar provecho, y mucho, en la medida en que ese balance se aborde con ilusión y esperanza de cambiar, sin ignorar las conquistas y aciertos pasados, y sin hacer tabla rasa de todos esos empeños que valieron verdaderamente la pena y que también jalonan nuestra vida.

Es cierto que los viejos hábitos ejercen sobre nosotros una inercia muy fuerte, y que romper con modos de ser o de hacer muy arraigados puede resultarnos verdaderamente costoso. A veces, no nos bastará con sólo una firme resolución y nuestra propia fuerza de voluntad, sino que necesitaremos de la ayuda de otros. Para superar hábitos negativos, como por ejemplo los relacionados con la pereza, el egoísmo, la insinceridad, la susceptibilidad, el pesimismo, etc., puede resultar decisiva la ayuda de personas que nos aprecian. Si se logra crear un ambiente en el que resulte fácil comprender al otro y al tiempo decirle lo que debe mejorar, todos se sentirán a un tiempo comprendidos y ayudados, y eso es siempre muy eficaz.

La reflexión sobre la propia vida aleja al hombre de la visión superficial de las cosas y le hace recorrer su propio camino. La vida le presenta numerosos interrogantes, de los que normalmente sólo obtiene respuestas parciales e incompletas, pero con una reflexión frecuente puede lograr que la multitud de preocupaciones, afanes y aspiraciones de la vida diaria no desvíen su atención de lo realmente valioso.

Por eso es importante que el goteo de pequeños esfuerzos cotidianos no ocupe con tal fuerza el primer plano de nuestra atención que deje sin espacio para las cuestiones de verdadera relevancia.

Aprender a ser feliz

Es curioso cómo muchas personas piensan que la felicidad es algo reservado para otros y muy difícil de darse en sus propias circunstancias. Corremos el peligro de pensar que la felicidad es como una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario y concreto. La relacionamos quizá con grandes acontecimientos, con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante, protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta bastante distinta a eso.

La prueba es que la gente más rica, o más poderosa, o más atractiva, o que mejor dotada está, no coincide con la gente más feliz. Para verlo, basta con echar una ojeada a las revistas del corazón. El dinero y las posesiones son en sí mismas un espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional (además, es centro de atención de muchas miradas, que le siguen muy de cerca y suelen juzgarle con especial severidad).

Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido mucho más felices.

Tampoco es que para ser feliz haya que ser tonto, enfermo o desafortunado. También entre ésos, como entre todos, unos se sentirán felices y otros no. Parece que la felicidad y la infelicidad provienen de otras cosas, de cosas que están más en el interior de la persona, en el talante con que plantea su vida.

Por ejemplo, muchas veces sufrimos, o nos embarga como un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las comodidades que son razonables.

Son dolores íntimos, y si investigamos un poco llegamos a descubrir que están causados por nosotros mismos: muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de nuestra pereza, de pequeños egoísmos, envidias, susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen una decepción.

Sin embargo, hay que pensar que es precisamente esa decepción la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo en nuestro interior debe cambiar. Es positivo —además de natural— que notemos con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil que nos corrigiéramos.

Quizá el aprendizaje más duro de la vida sea el de la decepción: aceptar que las cosas —empezando por la realidad de nosotros mismos— no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado; que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. Pero, como ha escrito Enrique Rojas, la conquista de la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de ingeniería personal continuada.

Acertar en el estilo de vida

Vistos retrospectivamente, muchos pequeños objetivos que en un momento de nuestra vida nos parecieron importantes y seductores, ahora, pasado el tiempo, los vemos como algo insustancial y de poco valor.

La prueba del tiempo nos ha mostrado con nitidez ese contraste. A lo mejor vemos ahora lo equivocado de aquella obsesión por ganar aquel dinero más... ¿para qué sirvió al final? O aquel otro afán por lograr neciamente ese poco de fama o de notoriedad... ¿en qué ha quedado? O aquella otra tonta pasión por experimentar tal o cual placer, que supuso aquellos atropellos... ¿qué nos aportó? ¿en qué quedó al final?

Cuando somos engañados y dejamos de lado otros valores seguros para claudicar ante el espejismo del placer, o ante la inercia de la comodidad y el egoísmo, al final siempre acabamos por advertir —si somos sinceros con nosotros mismos— que aquello no nos condujo a nada.

Son estilos de vida que, en sus comienzos, suelen presentarse ante nosotros con gran esplendor, y son enormemente atractivos y seductores. Pero sus consecuencias, los efectos que producen en el interior de las personas, pocas veces se dan luego a conocer con la crudeza que realmente tienen (a las víctimas de un engaño suele costarles admitirlo).

Las personas que centran su vida en el placer o el egoísmo acaban por aburrirse de cada uno de los sucesivos niveles que van alcanzando, pues constantemente piensan en uno mayor y más excitante, en una cima más alta. Y esto es algo que sucede no sólo con los placeres propiamente dichos, sino también con la tendencia a rehuir el esfuerzo: cuando el hombre busca siempre el camino de mayor comodidad y menor exigencia, entonces su vida se va erosionando gradualmente: sus capacidades se van adormeciendo, su talento no se desarrolla, su espíritu se aletarga y su corazón se siente cada vez más insatisfecho, desencantado por lo fugaces que finalmente resultan sus efímeros logros.

Es cierto que la mayoría de la gente procura vivir conforme a unos principios, aunque estén un poco difusos, y que son pocos los que se plantean formalmente vivir centrados en el placer. Pero si esos principios son difusos, es fácil que esas personas acaben un poco a merced de los estados de ánimo, acudiendo a arreglos transitorios para las crisis que se presentan en sus vidas, buscando evadirse mediante gratificaciones fugaces que les hagan olvidar un poco que aquello no va bien. Pero cada vez que sube la tensión en sus vidas, todo aquello que no funciona sale a la superficie, y quizá entonces se muestran hipercríticos, malhumorados, pesimistas, ensimismados, y la levedad de sus valores y principios acaba por llevarles, casi inadvertidamente, a una vida muy centrada en la comodidad y el egoísmo.

La realidad de la vida es muchas veces dura y dolorosa, y cualquier esfuerzo nuestro por hacerla más habitable es siempre una aportación importante, para nosotros y para los demás. Cada vez que nos sacudimos la inercia y mantenemos el pulso de los valores y principios que nos inspiran, estamos contribuyendo —vayamos a favor o en contra de la corriente— a nuestra felicidad y a la de los demás. Lo que no podemos es abandonarnos en el regazo cálido y adormecedor de las inercias de la vida y luego quejarnos de su amargura.

El riesgo del autoengaño

Cuentan sus biógrafos que, hasta su suicidio bajo la cancillería de Berlín el 30 de abril de 1945, Adolf Hitler fue sufriendo un paulatino proceso de huida de la realidad, una necesidad constante de autoengañarse y de recibir noticias favorables. Sobre todo a partir de la entrada de Estados Unidos en la guerra, Hitler fue entrando cada vez más en un mundo de ficción creado por sí mismo. Es indudable que poseía una portentosa inteligencia, pero prefirió engañarse, y su engaño le llevó a huir de la realidad de una manera sorprendente. De hecho, a mediados de aquel mes de abril de 1945, cuando los tanques del mariscal soviético Zhukov estaban ya a pocos kilómetros de la puerta de Brandenburgo, Hitler repetía a gritos ante su Estado Mayor, dentro de su refugio subterráneo, que los rusos sufrirían una sangrienta derrota ante las puertas de Berlín.

Historiadores como Hugh Trevor-Roper y Ian Kershaw analizan con detalle cómo fue el proceso por el que Hitler, envenenado por sus triunfos, acabó por abandonar todo signo de diplomacia e inteligencia. No parece posible que el trabajo de la propaganda nazi modificara de tal modo los datos del propio Hitler hasta el extremo de hacerle creer que sus derrotas eran victorias. Pero el hecho incontrovertible es que, cinco días antes de su muerte, rodeado de mapas operativos cada vez más irreales, enumeraba con gran seguridad a sus generales las bazas inverosímiles que le hacían esperar una victoria final.

La lectura de esos testimonios históricos —han pasado ya más de cincuenta años y hay suficientes documentos bien contrastados que han hecho posible conocer minuto a minuto lo que ocurrió—, nos brinda un ejemplo asombroso y extremo del modo en que un hombre puede llegar a encerrarse en un mundo propio, hasta trasladarse por completo al reino de lo imaginario. Aquel triste y trágico episodio de la historia del siglo XX nació marcado por el autoengaño de negar la existencia de principios morales superiores que limitaran el poder y la persecución de sus inmorales objetivos, y puede servirnos para detenernos un instante y hablar de ese gran peligro del autoengaño, que, en diversa medida, nos acecha a todos en pequeñas cosas del acontecer ordinario de cada día.

El hombre, al ser batido por la adversidad, se siente con frecuencia tentado a huir. Sin embargo, cualquier vida es difícilmente gobernable si no hay un constante esfuerzo por estar conectado a la realidad, si no se permanece en guardia frente a la mentira, o frente la seducción de la fantasía cuando se presenta como un narcótico para eludir la realidad que nos cuesta aceptar.

La tentación de lo irreal es constante, y constante ha de ser la lucha contra ella. De lo contrario, a la hora de decidir qué hay que hacer, no nos enfrentaremos con valentía a la realidad de las cosas para calibrar su verdadera conveniencia, sino que caeremos en algún género de escapismo, de huida de la realidad o de nosotros mismos. El escapista busca vías de escape frente a los problemas. No los resuelve, se evade. En el fondo, teme a la realidad. Y si el problema no desaparece, será él quien desaparezca.

El autoengaño puede presentarse en formas muy variadas. Hay personas, por ejemplo, que caen en él porque necesitan continuas manifestaciones de elogio y aprobación. Su sensibilidad al halago, al continuo “tiene usted razón” sin tenerla, hace desplegar a su alrededor servilismos capaces de idiotizar a cualquiera. Son personas difíciles de desengañar, pues exigen que se les siga la corriente, que se mienta con ellos, y acaban por enredar a los demás en sus propias mentiras. Son presa fácil de los aduladores, que los manejan a su antojo, y aunque a veces adviertan que se trata de una farsa, no suele bastarles para salir de ella.

La verdad, y en especial la verdad moral, no debe acogerse como una limitación arbitraria al obrar libre de las personas, sino, por el contrario, como una luz liberadora que permite dar una buena orientación a las propias decisiones. Acoger la verdad lleva al hombre a su desarrollo más pleno. En cambio, eludir la verdad o negarse a aceptarla, hace que uno se inflija un daño a sí mismo, y casi siempre también a los demás. La verdad es nuestro mejor y más sabio amigo, siempre dispuesto y deseoso de acudir en nuestra ayuda. Es cierto que a veces la verdad no se manifiesta de forma clara, pero hemos de esforzarnos para que no resulte que esa falta de claridad sólo se da en nuestro pensamiento, al que aún no hemos impulsado lo necesario en búsqueda de la verdad.

Educar desde la coherencia

«Me gustaría que mis padres, y que usted mismo, supieran ponerse más a mi nivel (el que remarcaba esas palabras con seriedad pero con desenvoltura era Daniel, un alumno de diecisiete años resuelto y reflexivo, al comienzo de la primera sesión de tutoría del curso).

»Me molesta que los adultos hablen siempre con tanta seguridad, que adopten siempre la posición de expertos conocedores de todo. Se lo digo a usted desde el principio, y no para ofender, de verdad. Me gustaría que los adultos se bajaran un poco de su pedestal, que no se dirigieran a la gente joven siempre dando órdenes o consejos.

»Sólo pido que nos escuchen de vez en cuando, que admitan al menos que también podemos tener ideas inteligentes, que se nos reconozca un plano de cierta igualdad, que nos hablen con más franqueza. Aunque no lo parezca, nos fijamos bastante en ellos, más de lo que se creen. Lo que me gustaría es que sus reflexiones no fueran siempre como consejos encubiertos, y que procuraran hacerse cargo de lo que realmente nos sucede.»

Aquella conversación con Daniel me recordaba lo que escribió Romano Guardini: el factor más eficaz para educar es cómo es el educador; el segundo, lo que hace; el tercero, lo que dice. Son importantes los consejos que se dan, o las cosas que se mandan, pero mucho antes está lo que se hace, los modelos que presentan, las cosas se valoran, cómo unos y otros se relacionan entre sí. Y hay personas que en esto son auténticos maestros, mientras que otros, por el contrario, son un verdadero desastre.

La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional. El modo en que los padres tratan a sus hijos (ya sea con una disciplina estricta o con un desorden notable, con exceso de control o con indiferencia, de modo cordial o brusco, confiado o desconfiado, etc.), tiene unas consecuencias profundas y duraderas en la vida emocional de los hijos, que captan con gran agudeza hasta lo más sutil.

Algunos padres, por ejemplo, ignoran habitualmente los sentimientos de sus hijos, por considerarlos algo de poca importancia, y con esa actitud desaprovechan excelentes oportunidades para educarles.

Otros padres se dan más cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero su interés suele reducirse a lograr, por ejemplo, que su hijo deje de estar triste, o nervioso, o enfadado, y recurren a cualquier medio (incluido el premio material inmerecido o inadecuado, y a veces hasta el engaño o el castigo físico), pero rara vez intervienen de modo inteligente para dar una solución que vaya a la raíz del problema.

Otro tipo de padres, de carácter más autoritario e impaciente, suelen ser desaprobadores, propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo. Son de esos que descalifican rápidamente a sus hijos, y saltan con un «¡No me contestes!» cuando su hijo intenta explicarse. Es difícil que logren el clima de confianza que exige una correcta educación de los sentimientos.

Hay, por fortuna, muchos otros padres que se toman más en serio los sentimientos de sus hijos, y procuran conocerlos bien, y aprovechar sus problemas emocionales para educarles. Son padres que se esfuerzan por crear un cauce de confianza que facilite la confidencia y el desahogo. Y saben hablar en ese plano de igualdad al que se refería aquel alumno mío: se dan cuenta de que con el simple fluir de las palabras se alivia ya mucho el corazón de quien sufre, pues exteriorizar los sentimientos y hablar sobre ellos con alguien que esté dispuesto a escuchar y a comprender, es siempre de gran valor educativo. Manifestar los propios sentimientos en una conversación confiada es una excelente medicina sentimental.

Los niños que proceden de hogares demasiado fríos o descuidados desarrollan con más facilidad actitudes derrotistas ante la vida. Si los padres son inmaduros o imprevisibles, crónicamente tristes o enfadados, o simplemente personas distantes o sin apenas objetivos vitales, o con vida caótica, será difícil que conecten con los sentimientos de sus hijos, y el aprendizaje emocional será forzosamente deficiente.

Padres imprevisibles son aquellos que tratan a sus hijos de manera arbitraria. Quizá cuando están de mal humor los maltratan, pero si están de buen humor les dejan escapar de sus deberes o su responsabilidad en medio del caos; y así está claro que será difícil que logren nada.

Si el reproche o la aprobación pueden presentarse indistintamente en cualquier momento y lugar, dependiendo de si les duele la cabeza o no, o si esa noche han dormido bien o mal, o si su equipo de fútbol ha ganado o perdido el último partido, de esa manera se crea en el hijo un profundo sentimiento de impotencia, de inutilidad de hacer las cosas bien, puesto que las consecuencias serán difícilmente predecibles. Por eso suelen fracasar aquellos padres que alternan imprevisiblemente el exceso de benignidad con el de severidad.

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