29 enero 2005

LA LIBERTAD RELIGIOSA NO ES COMPATIBLE CON LA IDEOLOGÍA LAICISTA

[Discurso íntegro del Papa Juan Pablo II al primer grupo de obispos españoles en la visita «ad limina apostolorum». Publicado en Zenit (24-I-05).]

#109 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por su Santidad el Papa Juan Pablo II
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Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Con gusto os recibo, Pastores de la Iglesia de Dios que peregrina en España, integrantes del primer grupo que viene a Roma para realizar la visita «Ad limina» y fortalecer los vínculos estrechísimos que os unen con esta Sede Apostólica.

Saludo con afecto al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, con sus tres Obispos auxiliares; al Arzobispo de Toledo y Primado de España, con sus dos Obispos auxiliares; al Arzobispo Castrense y a los Arzobispos de Burgos, Valladolid, Zaragoza, Mérida-Badajoz y a los Obispos sufragáneos de estas sedes metropolitanas y de la de Pamplona, a cuyo Arzobispo deseo una pronta recuperación. A través vuestro mi saludo quiere llegar con afecto y estima a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de vuestras Iglesias particulares.

Agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido, en nombre de todos, el Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela, presentándome las inquietudes y esperanzas de vuestra acción pastoral, en la que con fortaleza ejercéis el ministerio guiando al Pueblo de Dios por el camino de la salvación y proclamando con vigor los principios de la fe católica para una mayor formación de los fieles.

2. España es un país de profunda raigambre cristiana. La fe en Cristo y la pertenencia a la Iglesia han acompañado la vida de los españoles en su historia y han inspirado sus actuaciones a lo largo de los siglos. La Iglesia en vuestra Nación tiene una gloriosa trayectoria de generosidad y sacrificio, de fuerte espiritualidad y altruismo y ha ofrecido a la Iglesia universal numerosos hijos e hijas que han sobresalido a menudo por la práctica de las virtudes en grado heroico o por su testimonio martirial. Yo mismo he tenido el gozo de canonizar o beatificar a numerosos hijos e hijas de España.

En mi Carta apostólica «Tertio millennio adveniente» propuse el estudio, actualización y presentación a los fieles del "patrimonio de santidad" (n. 37), seguro de que en esta hora histórica será una preciosa y valiosa ayuda para los pastores y fieles como punto de referencia en su vida cristiana, tanto más cuanto que muchos de los retos y problemas aún presentes en vuestra Nación ya existieron en otros momentos, siendo los santos quienes dieron brillante respuesta con su amor a Dios y al prójimo. Las vivas raíces cristianas de España, como puse de relieve mi última Visita pastoral en mayo de 2003, no pueden arrancarse, sino que han de seguir nutriendo el crecimiento armónico de la sociedad.

3. Vuestras relaciones quinquenales evidencian la preocupación por la vitalidad de la Iglesia y los retos y dificultades a afrontar. En los últimos años, en Aragón, Asturias, Castilla-La Mancha, Castilla-León, Madrid, Navarra y el País Vasco, regiones donde ejercéis la caridad pastoral guiando al Pueblo de Dios, han cambiado muchas cosas en el ámbito social, económico y también religioso, dando paso a veces la indiferencia religiosa y a un cierto relativismo moral, que influyen en la práctica cristiana y que afecta consiguientemente a las estructuras sociales mismas.

Algunas zonas viven en la abundancia mientras otras tienen graves carencias. En ocasiones, lo que fueron fuentes de riqueza en tiempos anteriores –por ejemplo, la producción minera y siderúrgica, la construcción naval, diversas empresas- sufren un cierto declive ante el cual hace falta mantener la esperanza. En algunas partes se vive la confrontación social por un recurso natural: el agua; siendo ésta un bien común no se puede despilfarrar ni olvidar el deber solidario de compartir su uso. Las riquezas no pueden ser monopolio de quienes disponen de ellas, ni la desesperación o la aversión pueden justificar ciertas acciones incontroladas de quienes carecen de las mismas.

4. En el ámbito social se va difundiendo también una mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Esto no forma parte de la tradición española más noble, pues la impronta que la fe católica ha dejado en la vida y la cultura de los españoles es muy profunda para que se ceda a la tentación de silenciarla. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental.

En el contexto social actual están creciendo las nuevas generaciones de españoles, influenciadas por el indiferentismo religioso, la ignorancia de la tradición cristiana con su rico patrimonio espiritual, y expuestas a la tentación de un permisivismo moral. La juventud tiene derecho, desde el inicio de su proceso formativo, a ser educada en la fe. La educación integral de los más jóvenes no puede prescindir de la enseñanza religiosa también en la escuela, cuando lo pidan los padres, con una valoración académica acorde con su importancia. Los poderes públicos, por su parte, tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y asegurar las condiciones reales de su efectivo ejercicio, como está recogido en los Acuerdos Parciales entre España y la Santa Sede de 1979, actualmente en vigor.

5. Por lo que se refiere a la situación religiosa, en vuestros informes se refleja una seria preocupación por la vitalidad de la Iglesia en España, a la vez que se ponen de relieve varios retos y dificultades. Atentos a los problemas y expectativas de los fieles ante esta nueva situación, vosotros, como Pastores, os sentís interpelados a permanecer unidos para hacer más palpable la presencia del Señor entre los hombres a través de iniciativas pastorales más apropiadas a las nuevas realidades.

Para ello es primordial conservar y acrecentar el don de la unidad que Jesús pidió para sus discípulos al Padre (cf. Jn 17,11). En vuestra propia diócesis, estáis llamados a vivir y dar testimonio de la unidad querida por Cristo para su Iglesia. Por otra parte, la diversidad de pueblos, con sus culturas y tradiciones, lejos de amenazar esta unidad, ha de enriquecerla desde su fe común. Y vosotros, en cuanto sucesores de los Apóstoles, tenéis que esforzaros en "conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4,3). Por eso os quiero recordar que "en la transición histórica que estamos viviendo debemos cumplir una misión comprometedora: hacer de la Iglesia el lugar donde se viva y la escuela donde se enseñe el misterio del amor divino. ¿Cómo será posible esto sin redescubrir una autentica espiritualidad de comunión?" (Mensaje a un grupo de Obispos, 14.II.2001, n.3), válida para todas las personas y en todos los momentos.

6. Los Sacramentos son necesarios para el crecimiento de la vida cristiana. Por eso los pastores han de celebrarlos con dignidad y decoro. Especial importancia se ha de dar a la Eucaristía, "Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad" (San Agustín, «In Johannis Evangelium», 26,13). Su participación, como recuerdan los Santos Padres, nos hace "concorpóreos y consanguíneos con Cristo" (San Cirilo de Alejandría, «Catequesis mistagógicas», IV,3), e impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad.

A este respecto, con ocasión de la clausura del Año Jacobeo, he invitado a los fieles españoles a buscar en el Santísimo Sacramento la fuerza para vencer los obstáculos y afrontar las dificultades del momento presente. Al mismo tiempo, apoyados por sus Obispos, se sentirán vigorizados en la propia fe para dar un testimonio público y creíble al defender "el respeto efectivo a la vida, en todas sus etapas, la educación religiosa de los hijos, la protección del matrimonio y de la familia, la defensa del nombre de Dios y del valor humano y social de la religión cristiana" (Carta al Arzobispo de Santiago de Compostela, 8.XII.2004). Se debe incrementar, pues, una acción pastoral que promueva una participación más asidua de los fieles en la Eucaristía dominical, la cual ha de ser vivida no sólo como un precepto sino más bien como una exigencia inscrita profundamente en la vida de cada cristiano.

7. En las relaciones quinquenales habéis puesto de manifiesto vuestra solicitud por los sacerdotes y seminaristas. Los sacerdotes están en la primera línea de la evangelización y soportan "el peso del día y el calor" (Mt 20,12). Ellos necesitan de manera especial vuestro cuidado y cercanía pastoral, pues son vuestros "hijos" (LG 28), "amigos" (ChD 16) y "hermanos" (PO 7).

La relación con los sacerdotes no ha de ser solamente de tipo institucional y administrativo, sino que, animada ante todo por la caridad (cf. 1Pe 4,8), ha de revelar la paternidad episcopal que será modelo de aquella que después los presbíteros han de tener con los fieles que tienen confiados. De un modo especial, esa paternidad se debe manifestar en la situación actual con los sacerdotes enfermos, con los de edad avanzada, y también con los que están al frente de mayores responsabilidades pastorales.

Los sacerdotes, por su parte, deben recordar que, antes de nada, son hombres de Dios y, por eso, no puede descuidar su vida espiritual y su formación permanente. Toda su labor ministerial "debe comenzar efectivamente con la oración" (San Alberto Magno, «Comentario de la teología mística», 15). Entre las múltiples actividades que llenan la jornada de cada sacerdote, la primacía corresponde a la celebración de la Eucaristía, que lo conforma al Sumo y Eterno Sacerdote. En la presencia de Dios encuentra la fuerza para vivir las exigencias del ministerio y la docilidad para cumplir la voluntad de Quien lo llamó y consagró, enviándolo para encomendarle una misión particular y necesaria. También la celebración devota de la Liturgia de las Horas, la oración personal, la meditación asidua de la Palabra de Dios, la devoción a la Madre del Señor y de la Iglesia y la veneración de los Santos, son instrumentos preciosos de los que no se puede prescindir para afirmar el esplendor de la propia identidad y asegurar el fructuoso ejercicio del ministerio sacerdotal.

8. Una esperanza viva es el incremento de las vocaciones sacerdotales que se da en algunas partes. Es verdad que la situación social y religiosa no favorece la escucha de la llamada del Señor a seguirle en la vida sacerdotal o consagrada. Por eso es importante orar sin cesar al Dueño de la mies (cf. Mt 9,38) para que siga bendiciendo a España con numerosas y santas vocaciones. Para ello se debe fomentar una pastoral específica vocacional, amplia y capilar, que mueva a los responsables de la juventud a ser mediadores audaces de la llamada del Señor. No hay que tener miedo a proponerla a los jóvenes y después acompañarlos asiduamente, a nivel humano y espiritual, para que vayan discerniendo su opción vocacional.

9. Los fieles católicos, a los cuales les incumbe buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según la voluntad divina, están llamados a ser testigos valientes de su fe en los diferentes ámbitos de la vida pública. Su participación en la vida eclesial es fundamental y, en ocasiones, sin su colaboración vuestro apostolado de pastores no llegaría a "todos los hombres de todos los tiempos y lugares" (LG, 33).

Los jóvenes, futuro de la Iglesia y de la sociedad, han de ser objeto especial de vuestros desvelos pastorales. En este sentido, no deben escatimarse los esfuerzos necesarios, aunque a veces no den fruto inmediato. A este respecto, ¿cómo no recordar la impresionante y conmovedora vigilia que presidí con cientos de miles de jóvenes en Cuatro Vientos, recordándoles que se puede ser moderno y cristiano? Ahora muchos se preparan para ir a Colonia y participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Decidles que el Papa les espera allí, bajo el lema "Hemos venido a adorarle" (Mt 2,2) para, junto con coetáneos de otros países, descubrir en Cristo el rostro de Dios y de la Iglesia como "la casa y la escuela de la comunión" y amor («Novo millenio ineunte», 43).

10. Queridos Hermanos: habéis tomado la iniciativa de dedicar un año especial a la Inmaculada, Patrona de España, en conmemoración del 150º aniversario de la proclamación de este dogma mariano. Se trata de una invitación al pueblo fiel a renovar su consagración personal y comunitaria a nuestra Madre y a secundar mi invitación a toda la Iglesia a ponerse "sobre todo a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz" («Ecclesia de Eucharistia», 62).

La evangelización y la práctica de la fe en tierras españolas han ido siempre unidas a un particular amor a la Virgen María. Así lo ponen de manifiesto los numerosos templos, santuarios y monumentos que se elevan por doquier en vuestra tierra; las cofradías, hermandades, gremios y claustros universitarios, que porfiaban en la defensa de sus privilegios, así como las prácticas de piedad y fiestas populares en honor de la Madre de Dios, que han sido también fuente de inspiración de tantos artistas, célebres pintores y renombrados escultores.

España es tierra de María. A Ella encomiendo vuestras intenciones pastorales. Bajo su maternal protección pongo a todos los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los seminaristas, los niños, jóvenes y ancianos, las familias, los enfermos y necesitados. Llevadles a todos el saludo y el cariño del Papa, acompañado de la Bendición Apostólica.

26 enero 2005

ABOUT SINGLE-SEX EDUCATION (USA, 2005)

[To most Americans, single-sex education seems strange and old-fashioned. Few Americans have had firsthand experience with single-gender education, and fewer still have ever been inside a single-gender public school. Besides: Women and men work together and live together, so shouldn't girls and boys go to school together? The argument in favor of coeducation seems obvious and intuitive. But, as neuroscientist Dr. Joseph LeDoux has writen: Sometimes, intuitions are just wrong -- the world seems flat but it is not ... Things that are obvious are not necessarily true, and many things that are true are not at all obvious. The strongest arguments for single-sex education are not obvious. In the current school year, 154 public U.S. schools are offering same-sex education, compared with four public schools eight years ago, according to the National Association for Single Sex Public Education (NASSPE), a nonprofit group created by Montgomery County physician Leonard Sax. He said the number represents 35 public schools that are completely single sex and 119 that are coeducational but also offer single-sex educational opportunities.]

# 108 ::Educare Categoria-Educacion

by Newspaper and Magazine Articles

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Thirty years ago, many educators believed that the best way to ensure equal educational opportunity for girls and boys would be to insist on educating girls and boys in the same classroom. However: a thoughtful review of the evidence accumulated over the past 30 years suggests that coeducation may not work as well as expected. In fact, the best evidence now suggests that coeducational settings actually reinforce gender stereotypes, whereas single-sex classrooms break down gender stereotypes. Girls in single-sex educational settings are more likely to take classes in math, science, and information technology. Boys in single-sex schools are more likely to pursue interests in art, music, drama, and foreign languages. Both girls and boys have more freedom to explore their own interests and abilities in single-gender classrooms. In recent years, there has been significant press coverage of success stories such as the Thurgood Marshall Elementary School in Seattle, Washington, where an imaginative principal reinvented his school as a gender-separate academy, and -- with no additional funding -- transformed his school, with students' grades and test scores soaring, disciplinary problems vanishing, and everybody's attitude improving. These press reports, unfortunately, have often failed to mention the careful preparation and professional development behind these stories. As a result, other educators have sometimes experimented with gender-separate education, simply putting all the girls in one classroom and all the boys in another. No professional development. No careful consideration of which teacher is right for which classroom -- because neither the principal nor the teachers understand how girls and boys learn differently, and therefore they have no clue how to determine which teacher is right for which classroom. The results of such poorly-thought-out experiments are not impressive. Sometimes they're disastrous.

Newspaper and Magazine Articles

Washington Post, January 8, 2005: Maryland school segregates to boost learning?: This article about single-gender classes in a public school in suburban Maryland has an interesting twist: one of the teachers for the all-boys classes is an ardent feminist who initially opposed the idea. But her experience leading an all-boys classroom changed her mind. Here?s the link .

Palm Beach Post, January 2, 2005: ?Hands up, mischief down? : this front-page article documents the great success of single-gender classrooms in a public school in Boynton Beach: better academic performance, fewer discipline referrals. Here?s the link.

San Diego Union-Tribune, December 20, 2004: ?Benefits, drawbacks seen in gender-separate classes?: Despite the wishy-washy headline, this front-page article documents the great success of single-gender classrooms in a local public high school, particularly for Latino/Latina students. Here?s the link.

Jackson Clarion-Ledger, November 29, 2004: ?Same-sex classes showing promise?: Good results from a public school in Flowood (a suburb of Jackson, Mississippi). Dr. Sax met with teachers at this public school last summer, just before they launched their single-gender classrooms. They?re off to a great start, as this article documents, with all the usual benefits: girls who are more confident, boys who enjoy reading more. Here?s the link.

WHAS-11 (Louisville, Kentucky), November 12, 2004: ?Same sex classes working at area schools?: Good news from single-gender public schools in Louisville and environs: academic achievement has improved, dramatically in some cases, and discipline referrals are way down. Here?s the link.

New single-sex program at Mississippi public elementary school
Flowood Elementary School (in Rankin County, northeast of Jackson, Mississippi) began offering single-sex classes in 2004-2005. You can read more about the program at
this link.

In March 2004, the United States Department of Education proposed new regulations governing single-sex public education in the United States. A flood of newspaper articles followed, demonstrating the widespread interest in this topic. We've archived a few of these articles:

From the Los Angeles Times: Can Separate Be Equal?
Chicago public schools consider offering single-sex public schools
Three new single-sex public schools opening in Michigan
Single-sex classrooms open in Las Vegas
New single-gender opportunities in South Florida

Girls and Boys Learn Differently

Dr. Sax, executive director of NASSPE, led a professional development seminar for middle school teachers in San Antonio on January 8 2004. The topic was innate differences in the learning styles of girls and boys. The San Antonio public school district began offering single-gender classrooms in 13 of the district's 18 middle schools in the 2003-2004 school year. Read the article which appeared in the San Antonio paper about differences in how girls and boys learn.

The Lost Boys


Journalist Jennifer Bingham Hull reports in this
article for Parenting magazine that there has been an acceleration in the kindergarten and early elementary curriculum over the past 20 years. Kindergarten used to be about finger painting and playing games. Now it's about literacy and numeracy. That acceleration of the curriculum has been especially disadvantageous for boys, because boys and girls develop at different rates. One good solution for this problem, Ms. Hull suggests, may be single-sex kindergarten.

The Washington Times endorses single-sex education


In an
editorial September 14 2003, the Washington Times strongly endorsed single-sex education in public schools. The Times observed that gender-separate classrooms broadens educational horizons and improves academic performance. The editorial also reported how speakers at NASSPE's annual conference in August 2003 described the transforming power of single-gender education to turn kids' lives around.

Breaking Stereotypes


Often you'll hear critics say, "Maybe kids do better academically in single-gender schools, but surely kids do better in terms of social adjustment at coed schools." Maybe not. Educators at a conference in Sydney, Australia in July 2003 heard several speakers prevent evidence that kids who attend single-sex schools may do better in terms of maturity and social adjustment, than kids who attend coed schools. Dr. Bruce Cook, principal of the Southport School on the Gold Coast, told the audience that boys educated in single-sex schools end up being more confident around girls. "In coed schools, boys tend to adopt a 'masculine' attitude because girls are there," he said. "They feel they have to demonstrate their emerging masculinity by gross macho over-reaction." Boys in single-sex schools "become more sensitive men," and they're more polite, according to an article published July 6 2003 in the Sydney Morning Herald.

The New Gender Gap


Several articles have focussed on the growing gap between the performance of girls and boys in North American public schools. In this column, Jen Horsey documents the acceleration of this trend. In an even more provocative essay, columnist Peg Wente writes about the "complete reversal" in higher education over the past 25 years, such that females now substantially outnumber males in college, in law school and in medical school.

Single-sex classes get boys back to work


Researchers at Cambridge University, UK, examined the effects of single-sex classrooms in schools in four different neighborhoods, including rural, suburban and inner-city schools. They found that "using single-sex groups was a significant factor in establishing a school culture that would raise educational achievement." For example, at Morley High School in Leeds, only one-third of boys had been earning passing grades in German and French prior to institution of the program. After the change to single-sex classes, 100% of boys earned passing grades. Click on the link to read the story which appeared in the Sunday Telegraph March 30, 2003.

Girls and Boys Learn Differently


On Thursday February 27 2003, Dr. Sax (executive director of NASSPE) addressed a conference of the National Association of Independent Schools in New York City. Dr. Sax reviewed the latest evidence that girls and boys have innate differences in their ability to hear, drawing on recent work measuring brainstem auditory evoked responses (BAERs) in newborn babies, as well as more traditional measurements of hearing using headsets and older children. He also discussed the relevance of UCLA Professor Shelley Taylor's work on the difference ways in which girls and boys respond to stress and confrontation. On March 3 2003, the National Post (Canada's largest national newspaper) ran a front-page story about Dr. Sax's presentation. The following day, the National Post published an editorial on the same topic, entitled "Let Boys Be Boys".

Michigan State Senator Introduces Bill Legalizing Single-Sex Public Education


In Michigan, State Senator Michael Switalski has introduced a bill to clarify the legal muddle currently slowing the introduction of single-sex classrooms in public schools. This column, published February 10 2003 in the Detroit Free Press, highlights the controversy surrounding the proposed bill. On February 26 2003, Senator Switalski, Wayne County Commissioner Kwame Kenyatta, and NASSPE Executive Director Dr. Leonard Sax joined in a vigorous discussion of Senator Switalski's new legislation live on radio station WQBH.

Where the Boys Are


Globe and Mail reporter Ingrid Peritz wrote this fascinating article about a public high school in downtown Montreal where "division of the sexes is credited with helping turn a faltering inner-city high school into an educational success story".

Single-Sex Education: Ready for Prime Time?


An overview of the issues surrounding single-sex education, published in the August 2002 edition of The World & I, the Washington Times' monthly magazine.

The Odd Couple


An essay published in The Women's Quarterly, exploring the unique alliance between conservative Senator Kay Bailey Hutchison (R-Texas) and Senator Hillary Clinton (D-New York), an alliance which resulted in the amendment "legalizing" single-sex education in public schools.

Same-Sex Schools Reduce Stereotyped Roles


A provocative and well-researched article by Lou Marano, staff reporter for UPI (United Press International), May 6 2002.

24 enero 2005

REDESCUBRIR LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

[En los medios de comunicación y en la calle se está hablando del "preservativo" y de un supuesto "cambio de parecer en la Iglesia" de un modo que produce pena y desasosiego por el enfoque soez y más bien prostibulario de muchos de esos comentarios. Este artículo que ahora publicamos es otra cosa: quizá para algunos no sea "politicamente correcto", pero es una bocanada de aire limpio y tiene el atractivo de lo que es veraz. Dice el autor, entre otras cosas, que en su opinión "esa expectación manifiesta, más bien, el desasosiego moral —inquietud inconfesada en el alma— de tantas personas que querrían que la Autoridad del Papa —la gran autoridad moral del mundo— homologase su manera personal de proceder. Pero la Iglesia no lo puede hacer." Publicado en El Mundo (23-I-2005).]

#107 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Pedro Rodríguez, Profesor de la Universidad de Navarra

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La cuestión del “artilugio”, expresión de mi amigo Joaquín Navarro Valls en “La Vanguardia” del viernes, tiene una insuperable capacidad de achatar el horizonte de algo que es en sí mismo grandioso y profundo: el amor entre el hombre y la mujer. Digo esto porque la calificación moral negativa del uso del preservativo es una sencilla afirmación de la dignidad de la persona humana y de sus actos; es una mera consecuencia —de quinto o sexto orden, diríamos— de la doctrina de la Iglesia sobre el hombre. Esta doctrina es la que hay que conocer para entender la posición de la Iglesia sobre la relación hombre-mujer y la sexualidad humana, que tiene su pieza emblemática en el matrimonio, del que surge la continuidad de la humanidad en forma de familia.


Es una antigua y hermosa sabiduría la que propone el Evangelio. Son palabras que resuenan en todos los oídos: que Dios creó al ser humano como hombre y mujer y que los creó el uno para el otro. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. O sea que ya no son uno, sino una sola carne. Y Jesús concluía la antigua enseñanza bíblica: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. Por eso, el matrimonio tiene de suyo un carácter “sagrado”, y los actos del amor conyugal, por su propia naturaleza, se ordenan a la procreación de los hijos. Ésta es su profundidad y su belleza, y la responsabilidad de los esposos.

Pero ¡atención!, la Iglesia no considera que “su” posición sea “confesional”, sino patrimonio de la Humanidad. Lo dijo el Concilio Vaticano II con palabras que Juan Pablo II ha repetido constantemente: Jesucristo, al revelarnos el misterio de Dios, nos ha revelado también “el misterio del hombre”; es decir, nos ha facilitado entender muchas cosas que, por sí mismas, no constituyen el perfil del hombre cristiano, sino sencillamente del hombre, del hombre en cuanto tal: del hombre y de la mujer tal como han sido creados por Dios. Un gran “frente antropológico” basado en el redescubrimiento de la dignidad del hombre y de la mujer: eso es lo que la Iglesia Católica está fomentando en el mundo entero al explicar el “misterio del hombre” que se nos revela en Cristo. De ahí que proponga una vez y otra su mensaje, incansablemente, porque está convencida de que todo hombre, aunque no sea cristiano, lo puede “reconocer” dentro de sí mismo, desde su dignidad, como brotando de su propia conciencia.

¿Terminará aceptando la Iglesia…? El tenor de la pregunta parece envolverse en esta otra más amplia: ¿Se decidirá por fin la Iglesia a ser “políticamente correcta”? Y la Iglesia no lo puede ser. Siempre ha habido cristianos complacientes dispuestos a todo tipo de concesiones y cambalaches. No es de ahora. Siempre. Pero la Iglesia no tiene otra fuerza —las famosas divisiones de Stalin— que su fidelidad al Evangelio en medio de su debilidad. Esto es lo que la convierte, en medio del conformismo consumista de la cultura contemporánea, en un permanente fermento revolucionario: es decir, de cambio. Su propuesta a nuestra sociedad es de cambio total: invertir la escala de valores dominante. Redescubrir dónde está la dignidad del hombre. Su mensaje es de paz, de felicidad, de alegría, de fraternidad universal, pero sólo se puede realizar con el sacrificio de unos por otros.

Me acordaba al comenzar estas líneas de aquella cuestión que planteó Pedro, el Apóstol que había negado a Jesucristo, a los que le invitaban —desde “el gobierno”, diríamos hoy— a ser “políticamente correcto” (todo os irá muy bien, no habrá problemas: basta con que ya no habléis de Jesucristo). Les dijo: ¿Os parece justo obedeceros a vosotros antes que a Dios?… Y agregó: Nosotros no podemos dejar de hablar.

Detrás de esta expectación que se ha levantado ante el “cambio” de la Iglesia hay en algunos, ciertamente, el deseo de “verla hincar el pico”, de humillarla, de desprestigiarla. Pero pienso sinceramente que en una fuerte proporción esa expectación manifiesta, más bien, el desasosiego moral —inquietud inconfesada en el alma— de tantas personas que querrían que la Autoridad del Papa —la gran autoridad moral del mundo— homologase su manera personal de proceder.

Pero la Iglesia no lo puede hacer. Y no sólo por su fidelidad a Dios, sino también por su fidelidad a los hombres y mujeres del mundo, incluso a los mismos que no la comprenden, porque no les puede dar moneda falsa. Sabe la Iglesia que la sociedad humana necesita esa referencia moral que ella mantiene contra viento y marea. Y no puede abdicar de su servicio.

MATRIMONIO-MATRIMONIO

[Muy interesantes reflexiones sobre el matrimonio, desde la óptica jurídica, hechas por un catedrático de Derecho. Dice, entre otras cosas, que cualquier consideración jurídica del matrimonio debe partir de la base de que éste es una institución social, y no sólo jurídica, con una marcada dimensión religiosa, ética, moral y psicológica, que afecta a lo más íntimo de la persona. El matrimonio interesa, pues, a los juristas sólo en la medida en que de él deriven relaciones de justicia. Y en las actuales circunstancias de la sociedad española, hace la siguiente observación: Flaco servicio prestamos los juristas a la sociedad si nuestra visión del matrimonio desvirtúa su auténtica naturaleza, presente en todas las civilizaciones, a saber: que la propagación del género humano se desarrolle en el marco social más adecuado. Publicado en La Gaceta de los Negocios (23-I-2005)]

#106 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Rafael Domingo, Catedrático de Derecho Romano y Director de la Cátedra Garrigues de Derecho Global de la Universidad de Navarra

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Parece no haberse inventado en la lengua española algo mejor que la simple repetición para subrayar la autenticidad de una cosa frente a sucedáneos: -Sí, esto es café-café; o vino-vino, solemos responder a alguien que duda del producto que le ofrecemos. He querido por ello titular así, “matrimonio-matrimonio”, esta colaboración porque pienso que si algo necesita esta institución en nuestros días, es que volvamos a descubrir lo más genuino de ella, su misma razón de ser. Quizá puedan servir al lector las siguientes reflexiones de un jurista que no cree que el Derecho sea el principal remedio de los problemas sociales.

En efecto, cualquier consideración jurídica del matrimonio debe partir de la base de que éste es una institución social, y no sólo jurídica, con una marcada dimensión religiosa, ética, moral y psicológica, que afecta a lo más íntimo de la persona. El matrimonio interesa, pues, a los juristas sólo en la medida en que de él deriven relaciones de justicia. Por eso, una excesiva juridificación del matrimonio –como una excesiva juridificación del fútbol, por ejemplo (cuando interesan más los contratos deportivos que los goles)- lo empobrecería, pues la perspectiva jurídica del matrimonio es siempre parcial, limitada; de entrada porque el posible amor que une a los cónyuges trasciende a todas luces el derecho.


El amor, móvil de las más nobles y genuinas acciones humanas, es, en realidad, un concepto metajurídico. Flaco servicio prestamos los juristas a la sociedad si nuestra visión del matrimonio desvirtúa su auténtica naturaleza, presente en todas las civilizaciones, a saber: que la propagación del género humano se desarrolle en el marco social más adecuado. Y algo de esto es lo que precisamente está pasando en España. Me explicaré.


La muy conveniente equiparación jurídica de los hijos no matrimoniales a los matrimoniales, especialmente en la segunda mitad del siglo XX, fue utilizada políticamente para defender que el matrimonio no debía ser el único entorno reconocido por el derecho para la procreación. Alejado de su fin primario, el matrimonio se ha ido transformando paulatinamente en un mero contrato de convivencia entre un hombre y una mujer con una affectio maritalis y un proyecto común de vida unilateralmente renunciable.


Así las cosas, no hay ninguna razón jurídica de peso para que las ventajas sucesorias, fiscales, laborales, etc. de este tipo de convivencia queden reducidas a la pareja heterosexual que muestre una afectividad sexual similar a la matrimonial. Tampoco la hay para discriminar legalmente a aquellas parejas que no convivan con una affectio maritalis. ¿Por qué dos novios sí y una madre viuda con su hijo, no, ni un padre viudo con su hija, ni una hermana viuda con su hermano soltero? ¿Por qué dos y no tres o cuatro? ¿Y por qué no dos personas del mismo sexo? Dos hermanas, dos amigos. Por eso, no sorprende que grupos homosexuales vengan exigiendo desde hace tiempo en Europa y América un derecho al matrimonio civil entre personas del mismo sexo. La decisión del Consejo de Ministros del pasado 30 de diciembre de 2004 de dar luz verde al matrimonio homosexual ha servido para tocar fondo en este agitado mar de incertidumbres jurídicas.


En mi opinión, ante tanta ambigüedad (palabra antijurídica por excelencia) sobre lo que sea el matrimonio, es necesario tener en cuenta que:


-La orientación sexual, es decir, la atracción sexual que puede experimentar todo hombre o mujer con respecto a las restantes personas, no tiene relevancia jurídica pues pertenece al ámbito de la más estricta intimidad. Dar carta de naturaleza a la orientación sexual es causa de discriminación. En efecto, es discriminatorio contratar a un médico por el hecho de que le atraigan sexualmente unas u otras personas como también dejar de hacerlo por este motivo. Prueba de la irrelevancia jurídica de la orientación sexual es que los ordenamientos no consideran ésta a efectos de la capacidad para contraer matrimonio; de ahí que no impidan el matrimonio a los homosexuales, como tampoco tener hijos, sino el matrimonio homosexual, cosa distinta.


-El contrato de cohabitación debe estar abierto a toda persona en razón de la libertad contractual que ha de informar cualquier ordenamiento jurídico moderno. Que dos, tres o cinco personas, del mismo o distinto sexo, siempre al margen de la orientación sexual, decidan vivir juntos por las razones que consideren oportunas no afecta al derecho más allá de las relaciones de justicia que origina la propia relación convivencial (representante en la comunidad de vecinos, arrendamiento del piso, etc.), que no necesita en modo alguno una protección jurídica pública especial.


-La procreación es esencial en el matrimonio (nullum matrimonium sine filiatione). Aquí radica precisamente la diferencia entre la institución matrimonial y el contrato de cohabitación. Las obligaciones de los padres en relación al correcto desarrollo de la personalidad del nuevo ciudadano justifican plenamente una peculiar protección matrimonial por parte de los poderes públicos.


-Es el nuevo hijo y ciudadano quien se encuentra, en esa relación matrimonial, en la posición más débil; por eso, debe ser aquél protegido especialmente por el derecho frente a los intereses de los padres. Los derechos de la pareja deben quedar limitados cuando entran en conflicto con los derecho del nuevo ciudadano. En el matrimonio, la principal relación jurídica es la que se establece entre los padres, por una parte, y cada hijo, por otra. Un padre o una madre no pueden dejar de serlo; nuestra legislación, sin embargo, sí permite que se pueda dejar de ser esposo o esposa por el divorcio. La exigencia de estabilidad matrimonial radica precisamente en la necesidad de proteger al nuevo hijo. Los contratos de cohabitación, en cambio, no tienen por qué estar sujetos a ninguna cláusula de estabilidad limitativa de la libertad contractual.


-La adopción debe mantenerse al margen de este debate actual sobre la institución matrimonial, pues no afecta al nacimiento de un nuevo ciudadano sino al correcto desarrollo de aquellos que no tienen capacidad para vivir con independencia. Con todo, al no ser jurídicamente relevante la atracción sexual, no tiene sentido, desde una perspectiva jurídica, plantearse si deben o no adoptar las personas en razón de su orientación sexual. El centro del debate sobre la adopción radica en la cualificación exigida al adoptante (sea persona física o jurídica) por el ordenamiento jurídico. Naturalmente, el matrimonio, en la medida en que “la adopción imita la naturaleza” (adoptio naturam imitatur), constituye el entorno más apropiado para la adopción, aunque ciertamente no el único. Mientras exista posibilidad de “imitar la naturaleza”, ésta debe prevalecer frente a cualquier otra posibilidad, en virtud del principio pro filiis.


Una democracia madura y auténticamente solidaria es aquella que no se olvida de los menores. Ha llegado la hora de dedicarles la atención que merecen. No votan, pero son personas, son pueblo, como nosotros.

22 enero 2005

LA ADMIRACIÓN Y EL ASOMBRO ENTUSIASMADO EN LA ENSEÑANZA DE LAS CIENCIAS BIOMÉDICAS

[Se reproduce a continuación un fragmento de la Comunicación que el autor presentó a la Asamblea de la Academia Pontificia para la Vida, celebrada en Roma, en 2001. Deberíamos esforzarnos —dice entre otras cosas— por poner entusiasmo, asombro y amor en nuestras lecciones y discusiones académicas sobre la vida humana, al hablar con nuestros amigos y argüir a favor de ella. Pienso que el respeto ético se incuba, no sólo en el fundamento metafísico, sino también en el asombro biológico, en la mirada contemplativa.]

# 105 ::Educare Categoria-Educacion

por Gonzalo Herranz, Catedrático de Histología y Anatomía-Patológica, Vicepresidente de la Comisión de Ética y Deontología Médica del Comité Permanente de Médicos Europeos.

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¡Qué pobremente inspirados y escritos parecen la mayoría de los libros que estudian los alumnos de Biología y Medicina! Muchos de ellos son libros fríamente descriptivos, escritos sin entusiasmo por la vida, con una objetividad envarada, aburridamente formalista. Habría que reescribir la mayor parte de los tratados de Biología y Patología del hombre con una actitud nueva, que uniera, al rigor de la observación científica y la evaluación crítica de hechos e hipótesis, el rasgo radicalmente humano de la admiración.

Muchas veces bastaría introducir en libros —y en las explicaciones de clase— pequeñas pausas para dar tiempo y lugar a tantos y tantos motivos de asombro. Todos seríamos mejores educadores si, en nuestras clases y en nuestros libros de texto, proporcionáramos a nuestros alumnos y lectores oportunidades para agradecer con una sonrisa la belleza de la vida. Y para sondear nuestra ignorancia, para humillar nuestra altanería calculando lo mucho que nos queda por descubrir. Y también para acopiar la esperanza de llegar a conocer algún día más de la riqueza de la realidad viviente.

Conviene echarle vida a la vida para proteger a los estudiantes de la tentación terrible del simplismo mecanicista. La obsesión mecanicista tiende a grabar en la mente del estudiante que sólo lo mecanísticamente explicable tiene realidad, lo cual viene a significar que sólo es biológico lo muerto, pues el paradigma hoy vigente —el de la Biología y la Medicina moleculares— afirma que es científicamente válido sólo aquello que puede explicarse en términos de moléculas. De ese modo, la biología se convierte en una especie de tanatología.

En tal contexto, la enseñanza de las ciencias biomédicas pierde aliento intelectual y se cierra a lo propiamente humano, se blinda frente a la consideración ética. Se cae en la barbarie de la insensibilidad, de la ceguera para lo humano. El embrión humano deviene un mero complejo celular en el que se expresan genes y moléculas moduladoras, conforme a una mecánica del desarrollo, que no difiere en absoluto de la que rige el desarrollo de otras especies más o menos próximas. Hablar, en un curso de Embriología médica, del embrión humano como de un ser humano que ha de ser respetado es tenido por una excentricidad. Admitir que en el embrión se expresa la biografía de una persona parece una traición a la ciencia. El mero recuerdo de que nuestra existencia personal comenzó con esa humilde apariencia es rechazado como si fuera la mención de una ascendencia indigna.

La ausencia de referencias a lo humano viviente, en la enseñanza de las ciencias biomédicas básicas, deja desarmados a los estudiantes para el encuentro con los pacientes en el comienzo de los cursos clínicos: no se les ha familiarizado con las realidades humanas de la enfermedad y el sufrimiento. Es frecuente hoy que el estudiante experimente una reacción de extrañeza al entrar en el hospital. Podrían superarla los estudiantes de medicina si leyeran Evangelium vitae, no sólo porque es una soberana lección de ética médica, sino porque es también una profunda lección de humanidad médica. Hemos de decir a nuestros estudiantes que la vocación médica tiene que ver tanto o más con hombres vivos que con moléculas muertas, que han de aprender a reconocer y a apreciar a los enfermos en su singularidad personal y en su integridad humana.

Es preciso fomentar, cono señala el Papa, en todos, pero particularmente en los que van a ser médicos, la honradez del intelecto, la sinceridad de la mirada, el amor gozoso por la vida. Eso se alcanza con la mirada contemplativa de la que el Santo Padre nos habla. Hay una perspicacia humana que permite transparentar la realidad y abrirla al significado, que viene de profesar el asombro, humano y celebrativo, por la vida.

Me gusta citar algunos escritos de Lewis Thomas, un hombre cuya vida no estuvo iluminada por la luz de la fe, sino que transcurrió en la penumbra de la nostalgia de Dios. Thomas, además de patólogo de mirada original y de escritor fascinante, fue un hombre enamorado de la vida, un testigo de las maravillas del vivir. Escribió sobre los seres vivos como muy pocos lo han hecho hasta ahora.

De un artículo titulado “Sobre la Embriología” tomo esta muestra, en la que Thomas nos relata lo que sucede en los días primeros de nuestra vida. Describe con tal garbo lo que ocurre en ese albor de la vida que la lección se convierte en una vivencia intensa, marcadora, inolvidable:

“Tú partes de una sola célula que proviene de la fusión de un espermio y un oocito. La célula se divide en dos, después en cuatro, en ocho, y así sigue. Y, muy pronto, en un determinado momento, resulta que, de entre ellas, aparece una que va a ser la precursora del cerebro humano. La mera existencia de esa célula es la primera de las maravillas del mundo. Deberíamos pasarnos las horas del día comentando ese hecho. Tendríamos que pasarnos el santo día llamándonos unos a otros por teléfono, en inagotable asombro, y citarnos para charlar sólo de esa célula. Es algo increíble. Pero ahí está ella, encaramándose a su sitio en cada uno de los miles de millones de embriones humanos de toda la historia, de todas las partes del mundo, como si fuera la cosa más fácil y ordinaria de la vida.”

“Si quieres vivir de sorpresa en sorpresa, ahí tienes la fuente de todas ellas. Una célula se diferencia para producir el masivo aparato de trillones de células, que se nos ha dado para pensar, imaginar, y también, para el caso, para quedarnos de una pieza ante tan formidable sorpresa. Toda la información necesaria para aprender a leer y a escribir, para tocar el piano, para discutir ante un Comité del Congreso, para atravesar la calle en medio del tráfico, o para realizar ese acto maravillosamente humano de estirar el brazo y reclinarse contra un árbol: todo eso se contiene en esa primera célula. En ella está toda la gramática, toda la sintaxis, toda la aritmética, toda la música [...]. Nadie tiene ni la más remota idea de cómo eso se hace, pero la verdad es que nada en este mundo parece más interesante. Si antes de morirme -concluía Lewis Thomas- alguien encontrara la explicación de ese fenómeno, yo haría una locura: alquilaría uno de esos aviones que pueden escribir señales en el cielo, más aún, una escuadrilla entera de esos aviones, y los mandaría por el cielo del mundo para que fueran escribiendo un signo de admiración tras otro, hasta que se me acabase el dinero”.

Es este un estupendo ejemplo de cómo expresar el asombro entusiasmado y el amor por la vida. Deberíamos esforzarnos por poner parejo entusiasmo, asombro y amor en nuestras lecciones y discusiones académicas sobre la vida humana, al hablar con nuestros amigos y argüir a favor de ella. Pienso que el respeto ético se incuba, no sólo en el fundamento metafísico, sino también en el asombro biológico, en la mirada contemplativa.

La cultura de la vida no está hecha solo de inteligencia: exige también amor. En las Facultades de Medicina, ¿se enseña a los estudiantes de medicina a amar? Para ser un promotor activo de la cultura de la vida no basta el conocimiento sano, cordial. Hay que favorecer el crecimiento del carácter. La cultura de la vida requiere generosidad. Exige vencer el egoísmo, tener capacidad de aventura. El Papa nos dice que hace falta una paciente y valiente obra educativa que apremie a todos y a cada uno a hacerse cargo del peso de los demás, que se necesita una continua promoción de vocaciones de servicio, particularmente entre los jóvenes. Ese esfuerzo educativo es imprescindible y urgente en el contexto social de hoy, tan frío y egoísta.

En un análisis de la crisis de humanidad que está atravesando la práctica de la Medicina, un médico judío, el Prof. Shimon Glick, afirma que tal crisis es el resultado directo del empobrecimiento en valores morales y éticos que muchas sociedades democráticas occidentales han introducido en sus sistemas educativos. Basta calcular la calidad humana y moral que tendrán los jóvenes, hombres y mujeres, candidatos a la profesión médica que han sido criados y educados como niños o adolescentes en un ambiente acomodado y abiertamente permisivo, acostumbrados a obtener sin esfuerzo e inmediatamente lo que desean; a los que se les enseña que el objeto último de la vida es aspirar, con el costo moral más bajo posible, al bienestar y a la autosatisfacción. No es de esperar que esos adolescentes se conviertan en adultos morales que se entreguen con energía generosa al ejercicio de la Medicina.

En el estilo educativo de hoy falta casi por completo la educación para la generosidad, para la alegría de dar y darse. No se fomenta la estima por los valores morales. La educación en la virtud ha sido expulsada de muchas universidades, tras etiquetarla de mero moralismo, y se ha olvidado que lo mejor que la universidad puede ofrecer no es tanto el aprovechamiento técnico, cuanto la formación del carácter de sus estudiantes.

Si se ha de hacer realidad el deseo del Santo Padre de que cada educador universitario sea un buscador del hombre, es necesaria la conversión, la vuelta a las raíces cristianas, devolver a la universidad la alegría de vivir. En este aspecto, la celebración de la vida parece algo esencial.

EL IMPACTO SOCIAL DE LAS TIC

[El uso de los teléfonos móviles o Internet facilitan en muchos casos la sociabilidad al ayudar a mantener el contacto con el grupo de pertenencia (amigos o familia), pero también genera disfunciones en el ámbito de las relaciones sociales. Tres profesores de la Universidad de Navarra —Concepción Naval, Charo Sádaba y Javier Bringué— son los autores de una investigación titulada "Impacto de las TIC (Tecnologías de Información y Comunicación) en las relaciones sociales de los jóvenes navarros". Estos especialistas han contado con la colaboración de la empresa CIES para elaborar el trabajo de campo, que ha seguido una metodología cualitativa a través de grupos de discusión. Aquí comentan brevemente los resultados de su investigación.]

#104 ::Educare Categoria-Educacion

por Concepción Naval, Charo Sádaba y Javier Bringué

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El estudio se ha centrado en el grupo de edad de 15 a 19 años, y buscaba descubrir de qué modo el móvil, el ordenador e Internet influyen en las relaciones sociales de los jóvenes en tres ámbitos: el familiar, el escolar y entre sus iguales.

Adicción y dependencia

Del estudio se desprende que los jóvenes reconocen su adicción y dependencia, fundamentalmente al móvil, que constituye un vínculo vital con su grupo de amigos. Al mismo tiempo son conscientes de que este uso es desmedido. Para los padres que han facilitado a sus hijos el acceso al móvil por una razón primaria de control se ha convertido en un elemento de frustración, al utilizarlo los jóvenes precisamente para evitar ese control paterno en ocasiones. Algo similar sucede con el uso de Internet: algunos padres reconocen preferir que sus hijos inviertan tiempo en la Red, si eso les permite tenerlos en casa más horas.

Obsesión con los SMS

En relación al móvil, un 90,2% lo emplea para enviar mensajes de texto cortos. Los otros usos predominantes son "hablar con los amigos" y "llamar a sus familias". Un 75,7% de los jóvenes navarros poseía un ordenador personal en 2001 y respecto a Internet, con un 66,6% de usuarios entre el total de los jóvenes, el grupo de edad estudiado destaca por ser el que más se conecta desde casa.

Retos educativos

Para potenciar las ventajas de las nuevas tecnologías y disminuir sus efectos negativos, los investigadores de la Universidad de Navarra plantean unas recomendaciones, entre las que destacan tres:

1. Por los retos educativos que plantea y su influencia en la vida de los jóvenes, hay que atender la posición privilegiada que Internet y el móvil tienen entre las tecnologías de la información y la comunicación.

2. Se necesita una nueva información y formación, adecuada a los jóvenes, padres y profesores, en el ámbito de las TIC. Esa formación tiene una doble perspectiva, tecnológica y humanística: atiende a los medios y a los fines de la educación.

3. Un gran reto pasa por tratar de convertir las TIC en cauce de aprendizaje de participación social, de proyectos cooperativos: en los centros educativos, las familias y otros ámbitos sociales.

El riesgo

Los expertos consideran que existe riesgo de adicción "a partir de las dos horas diarias de estar conectado a internet o ver la televisión". Aún así, concretan que también depende mucho del uso hagan y de los contenidos que visualicen.

El Instituto Superior de Estudios Psicológicos (ISEP) ha realizado un estudio en el que indica que todavía son pocos los casos conocidos, pero que ya se puede dibujar un perfil del adicto al móvil. Son adolescentes -jóvenes entre los 12 y 18 años-, predominantemente varones y de clase media en los que se aprecia un distanciamiento y una falta de comunicación con los progenitores. En algunos se produce absentismo escolar o no respetan los horarios de estudio, pasan horas chateando en lugar de relacionarse con otros jóvenes de su edad y resuelven los problemas de identidad que tienen desde el teléfono, en lugar de confrontar opiniones y hablar de sus problemas con los demás. Hay quien asocia esta adicción a la crisis que crea el paso a la adolescencia, como puede ser la falta de autoestima, de integración social o incluso los problemas de aceptación del cuerpo, que se ven incrementados si, además, las relaciones con la familia son débiles. El uso del móvil se convierte en adicción cuando pasa a ser una conducta repetitiva que resulta placentera, al menos en sus primeras fases, y que genera una pérdida de control en el sujeto. Es por eso que las nuevas tecnologías han pasado a formar parte de las denominadas adicciones psicológicas o adicciones sin drogas.

¿Cómo superarlo?

Las claves para superar este tipo de dependencias pasa por solucionar los problemas de base, fomentar la comunicación familiar, restablecer la confianza con los padres y los amigos y aceptar la imagen corporal, que es uno de los factores que más contribuyen a la adicción. Por ello, para evitar llegar a lo que se conoce como "telefonitis", entendida como un impulso irrefrenable de usar el teléfono móvil como un puente entre el joven y el mundo externo, pasa por educar en la responsabilidad y en el uso adecuado de los instrumentos de que disponemos.

20 enero 2005

EUROPA, ¿COMUNIDAD DE VALORES U ORDENAMIENTO JURÍDICO?

[Los escritos de Robert Spaemann son siempre muy penetrantes y nunca dejan indiferente. El Catedrático Emérito de la Universidad de Munich está considerado como uno de los más relevantes filósofos de nuestro tiempo. Muchas veces aborda cuestiones actuales desde un punto de vista nuevo, hace pensar de un modo más profundo y exige tomar postura, a favor o en contra, de la tesis que expone. Eso ocurre con este texto que recoge su intervención en la Mesa Redonda sobre "Valores en la sociedad civil" (Madrid, Escuela de Ingenieros Industriales, junio 2004). Copio unas frases: Al hablar del peligro del discurso sobre la comunidad de valores quisiera dirigir la mirada hacia la tendencia a sustituir paulatinamente y cada vez más el discurso sobre los derechos fundamentales por el discurso sobre los valores fundamentales. No me parece inocuo de ninguna manera. (...) Sin ninguna duda el Tercer Reich ha sido una comunidad de valores. Se denominó «comunidad popular». Los valores que en aquel entonces se consideraron supremos —nación, raza y salud— se colocaron, por supuesto, por encima del derecho y del Estado, y, al igual que en los estados marxistas, el Estado no era más que una agencia de valores supremos. Saca conclusiones importantes.]

#103 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

por Robert Spaemann

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Nadie con aspiraciones intelectuales habla ya del bien y del mal. Hoy día todo el mundo habla de valores. Los partidos debaten sobre los valores fundamentales. Las constituciones se conciben como ordenamientos de valores. Y en todas partes se discute si vivimos en una época de decadencia de valores o de transformación de valores. Las iglesias se presentan a la sociedad menos con el propósito de proclamar la voluntad de Dios y de dar testimonio de la resurrección de los muertos que con la oferta de estabilizar la sociedad mediante la transmisión de valores y de dar a los jóvenes una orientación de valores. La OTAN, según el primer ministro inglés, ya no debe defender territorios sino valores. Está llamada a proteger la comunidad de valores occidental y desde hace poco también a contribuir a su difusión combativa.

El discurso sobre los valores lleva consigo una profunda ambigüedad. Remitirse a los valores o es trivial o peligroso. O mejor dicho: el discurso sobre los valores es trivial y peligroso a la vez. Es peligroso por su ambigüedad; es trivial en tanto en cuanto cualquier sociedad comparte determinadas valoraciones. El número de cosas que apreciamos y que aborrecemos en común en las sociedades modernas y desarrolladas ha descendido, en relación con formas de vida más antiguas. También puede expresarse positivamente el mismo hecho, diciendo que ha aumentado la diversidad de las formas de vida, de las convicciones y valoraciones. En estas circunstancias, se habla de pluralismo, un concepto que posee más bien connotaciones positivas. Pero también en las sociedades pluralistas existe un contingente irrenunciable de aspectos comunes, un repertorio de asociaciones vinculado a conceptos públicamente importantes. La comunidad de asociaciones se fundamenta sobre una base común de recuerdos. En la familia existe el «¿Te acuerdas todavía de…?» que reúne a todos en una conversación común. También las naciones poseen un patrimonio de esta índole. En él se basan por ejemplo las fiestas oficiales. Una sociedad radicalmente pluralista no puede celebrar fiestas comunes. Esto es una gran pérdida. Hay que tomar conciencia: el pluralismo tiene un precio. Y el precio que postula el pluralismo total es demasiado elevado. Destruiría cualquier cultura desarrollada y haría imposible la convivencia de los hombres.

Existen, con todo, determinadas valoraciones cuya aceptación general resulta irrenunciable en una sociedad pluralista. A ellas pertenece la estimación de la tolerancia, es decir, de la disposición de respetar a los hombres y de no intervenir en la esfera de su libertad personal incluso en el caso de que sus convicciones, valoraciones y formas de vida discrepen de las propias. Este respeto encuentra su expresión en el derecho, en un ordenamiento jurídico liberal. Es el derecho el que independiza hasta cierto punto al individuo del respeto voluntario y de la tolerancia, e incluso de la consciencia de sus conciudadanos, al obligarle a respetar esta esfera de libertad. Cualquier ordenamiento jurídico es un ordenamiento coercitivo. Sólo de este modo se puede garantizar la libertad de todos. Las leyes obligan a la obediencia también a aquellos que no están conformes. Suena desagradable, pero lo mismo puede expresarse —de modo más amable— diciendo que las leyes del moderno estado de derecho no prescriben que uno esté de acuerdo con las valoraciones que constituyen su fundamento.

Al hablar del peligro del discurso sobre la comunidad de valores quisiera dirigir la mirada hacia la tendencia a sustituir paulatinamente y cada vez más el discurso sobre los derechos fundamentales por el discurso sobre los valores fundamentales. No me parece inocuo de ninguna manera. Es cierto como dije al principio— que a la codificación de derechos y obligaciones, mediante una constitución, subyacen valoraciones y estimaciones. Y es importante que en una comunidad se apoyen y se difundan públicamente tales valoraciones fundamentales. No es apetecible la situación en la que se halla un país como Argelia. Allí la realización de la voluntad mayoritaria fue obstaculizada por una dictadura militar, precisamente porque esta voluntad mayoritaria no quiso una democracia occidental sino el derecho islámico. En esta situación sólo queda la elección entre dos dictaduras distintas, una tradicional y democrática, y otra de minorías, emancipadora. Un parlamentarismo restringido a un derecho electoral general y delimitado por derechos fundamentales sólo puede existir si la mayoría del pueblo lo quiere así. Precisamente esto puede ser fomentado por las instituciones jurídicas, pero no se puede garantizar. Si el Estado pretende garantizarlo tiene que convertirse en lo que justamente debería excluir: en una dictadura de opiniones políticas, o, como se dice hoy eufemísticamente, en una «comunidad de valores».

Sin ninguna duda el Tercer Reich ha sido una comunidad de valores. Se denominó «comunidad popular». Los valores que en aquel entonces se consideraron supremos —nación, raza y salud— se colocaron, por supuesto, por encima del derecho y del Estado, y, al igual que en los estados marxistas, el Estado no era más que una agencia de valores supremos. Por este motivo, el partido que se había comprometido inmediatamente con estos valores, se hallaba siempre por encima del Estado. Ahora bien, ciertamente se producen con frecuencia situaciones en las que los ciudadanos se niegan a obedecer una ley porque esta ley contradice sus convicciones con respecto a lo que son los derechos fundamentales del hombre. Pero existe un peligro allí dónde el poder estatal —alegando valores más elevados— se considera legitimado para prohibir algo a los hombres sin fundamentación legal. A continuación enumeraré cinco ejemplos de este peligro:

1. Desde hace algunos años se ha introducido un concepto en la esfera política que jurídicamente no tiene derecho de ciudadanía en ella: es el concepto de «secta». «Secta» es una expresión negativamente connotada con la cual las iglesias cristianas tradicionales designan a comunidades cristianas menores que se han separado de estas iglesias a causa del credo o de la praxis religiosa. En el lenguaje del ordenamiento jurídico estatal este concepto carece de lugar. Cualquier agrupación de ciudadanos fundada sobre la base de convicciones comunes en tanto en cuanto no infrinja las leyes vigentes o fomente esta infracción debe ser indiferente para el Estado. Pero desgraciadamente esto ya no es el caso.

Las sectas se someten a observación estatal, el Estado está advirtiendo contra ellas y sus socios son alejados en la medida de lo posible de cargos públicos. En las recientes apreciaciones políticas, las sectas son comunidades que se definen por convicciones comunes, convicciones que discrepan de las de la mayoría de los ciudadanos o de la clase política. El criterio para el carácter de secta es que además hacen propaganda misionera en favor de su convicción, poseen una fuerte cohesión interna, y a menudo también una sólida estructura jerárquica, así como a veces una personalidad carismática el que las dirige.

Puesto que todos estos criterios son vagos y que hasta la fecha en los estados liberales no está prohibido pertenecer a estas comunidades, la acogida en el catálogo de las sectas es una decisión discrecional de los detentores del monopolio de la interpretación pública. La persecución se realiza, por lo general, mediante una presión informal, sobre todo a través de la discriminación de sus socios. ¿Por qué un Estado puede estar en contra de las sectas? Sólo porque empieza a considerarse a sí mismo como «comunidad», como comunidad de valores, como magna iglesia que excluye a las comunidades de disidentes. El presidente del Estado francés designó no hace mucho a la tolerancia como uno de los tres valores supremos que debe interiorizar cada ciudadano. La tolerancia frente a la alteridad es valiosa, porque vale la pena respetar el hecho de ser uno mismo, la identidad. Tolerancia significa admitir la alteridad étnica, cultural, sexual o de convicción. La tolerancia es un valor elevado porque se fundamenta en la dignidad humana del individuo. Puedo exigir respeto frente a mi convicción, también de aquel que la considera equivocada, porque el respeto no se dirige al contenido de mi convicción sino a mí mismo que me identifico con ella. Si el otro considera mala la convicción, intentará disuadirme si me quiere bien. Discutiremos, pero a la vez nos toleramos. La fundamentación de la tolerancia en la convicción de la dignidad de la persona constituye una fundamentación sólida. Ahora bien, allí donde la tolerancia se eleva a valor supremo, allí donde ella misma se coloca en el lugar de las convicciones que hay que respetar, se vuelve infundada y se anula a sí misma.

El postulado de respetar otras convicciones se convierte entonces en exigencia de no tener convicciones que hagan posible considerar equivocadas las opuestas; convicciones que uno no esté dispuesto a convertir en hipótesis disponibles. Por tanto, convicciones que uno intenta llevar a otros y con ayuda de las cuales uno intenta disuadir a otros de las suyas. Tener convicciones entonces ya se considera una intolerancia. El postulado de tolerancia se transforma en una dogmatización intolerante del relativismo como cosmovisión predominante, que convierte al hombre en un ser irrestrictamente disponible para cualquier tipo de imposiciones colectivas. La etiqueta que se acuña para denominar a las convicciones es la de «fundamentalismo». John Rawls, que ciertamente no es sospechoso de fundamentalismo, ha puesto de relieve recientemente que una frase como «fuera de la iglesia no hay salvación» no tiene por qué oponerse de alguna manera a una sociedad liberal mientras no se intente obligar a los hombres a su salvación mediante el brazo del Estado. Las iglesias cristianas están mal orientadas si unen su crítica de las sectas a la del Estado y no protegen a esos grupos, incluso si consideran equivocadas sus convicciones. Si esas iglesias siguen mermando su número como hasta la fecha, será, de todos modos, una cuestión de tiempo el que sean percibidas públicamente como sectas. En Hans Küng ya se puede leer ahora que la Iglesia católica es una gran secta; si se adoptan los criterios mencionados, ni siquiera es equivocado. Ahora el brazo estatal empieza a dotarse de una religión civil. Las conquistas duramente adquiridas del estado de derecho liberal se vuelven a perder si el Estado se comprende como comunidad de valores; incluso cuando es una comunidad «liberal» de valores que entiende el liberalismo como cosmovisión en vez de como ordenamiento jurídico. La persecución de las sectas es un indicador bastante seguro del peligro inminente: el peligro del totalitarismo liberal.

2. Otro indicador se presenta cuando se recurre a las instituciones estatales para boicotear determinadas posturas políticas conformes con la constitución. Así en Alemania —al contrario de lo que ocurre p. ej. en Suiza— se intenta impedir una discusión pública sobre la cuestión de la inmigración censurando como indecentes las posturas restrictivas o el autoentendimiento étnico-cultural de la nación, y relacionándolos con la violencia contra los extranjeros. El autoentendimiento de un Estado no debe exponerse al riesgo de un discurso democrático.

Hay que asumir, sin embargo, que esto ocurra en la polémica política. Y no se corre ningún riesgo si se realizan manifestaciones «contra la derecha»; pero es peligroso si el Estado y hasta el propio presidente federal alemán organiza estas manifestaciones y les concede sus bendiciones. Además, es una declaración pública de la impotencia estatal. El instrumento del estado contra la ilegalidad y la violencia —de autóctonos contra extranjeros y de extranjeros contra autóctonos— es la policía; está además la educación cívica, que debe inculcar el respeto de posturas derechistas e izquierdistas, así como el rechazo de la violencia, sea cual sea su justificación. El Estado como «pacto contra la derecha», esto significa comunidad de valores en vez de Estado, y en esta situación deben sonar las campanas de alarma.

3. Finalmente también es un indicio más la cuarentena que se impuso a Austria hace algunos años. En Alemania se incendiaron residencias de refugiados; en España se persiguió a algunos inmigrantes, en Suecia se manifestaron neonazis; nada de esto ocurrió en Austria. Y las minorías en Francia no pueden ni soñar con el estatuto de minorías que tienen los eslovenos en el Land austriaco de Carintia. Pero esto no tenía importancia. No se trataba en modo alguno de derechos y su infracción, sino de valores y su articulación verbal. Era cuestión de political correctness. Se trataba de que no se suspendiera la pacífica formación del gobierno en Viena por razón de algunos desaires verbales de un político comprometido de partido. En este caso, según el informe de tres «sabios», el derecho venció afortunadamente sobre la comunidad de valores, hecho que no impidió, por cierto, que el gobierno federal alemán continuara todavía algún tiempo con la proscripción del vecino. Poner en juego las valoraciones comunes es válido mientras se trate de cuestiones de inmigración en un Estado o de acogida en una federación de Estados. Puesto que no existe ninguna exigencia jurídica, ningún Estado tiene que justificar sus criterios de selección frente a los solicitantes. Se permite, por principio, cualquier «marginación», sea por razones religiosas, por profesión, nacionalidad o fortuna. No existe derecho humano al derecho de ciudadanía en todos los países. En cambio, según la concepción jurídica europea, es inadmisible sustraer o restringir los derechos de ciudadanía por una de esas razones.

4. El cuarto ejemplo es la guerra de Kosovo. Ya dejó entrever lo que iba a suceder y lo que de hecho sucedió con la guerra de Iraq. Como es sabido, esta guerra se llevó a cabo en nombre de «nuestros valores». Una guerra de intervención para impedir el destierro de todo un pueblo de su patria sirve sin duda a una «causa justa». (Sin embargo, uno se extraña de que el ministro alemán de Asuntos Exteriores sólo en el momento en el que se produjo este caso, descubrió que existen guerras de agresión a favor de una causa justa). Sin embargo, llevar a cabo una guerra de esta índole era incompatible con el derecho internacional vigente, hecho al que remitieron, entre otros, Henry Kissinger y Helmut Schmidt. El derecho internacional reconoce exclusivamente la guerra de defensa contra agresiones al propio territorio o al territorio de Estados aliados. Lo que da que pensar es que el nuevo estado de cosas no condujo a una revisión de la condena de la guerra de agresión por parte del derecho internacional —a través de una definición precisa de reconocidas razones de justificación de una tal guerra— ni tampoco a la rescisión de los Acuerdos contrarios en vigor hasta el momento. Los «valores» de los que se trataba daban más bien autorización a aquellos que actuaban en su nombre para ignorar simplemente las normativas jurídicas vigentes. También aquí, el que actúa en nombre de la comunidad de valores se sitúa por encima de la ley. Hubo un tiempo en que esto se llamaba totalitarismo.

5. Mi último ejemplo es el más dramático. Se trata de la conferencia de la ministra alemana de justicia, Zypries, en octubre del 2003 en la Universidad Humboldt de Berlín, en la que abogó por una liberación del uso de embriones humanos producidos in vitro para fines de investigación. Su argumentación tenía la forma de una ponderación de valores. Para ella, tanto la existencia del embrión como la libertad de investigación son valores. Hay que ponderarlos y como resultado de una tal ponderación habría que dar la preferencia a la libertad de investigación. No quiero indagar aquí en los criterios de la ministra y tampoco en su definición de la persona a la que por cierto no sólo pertenece la autoconsciencia actual —personas que duermen, lactantes y dementes geriátricos no serían personas según esta definición—, sino también en el propio hecho de ser reconocido. Lo que no está reconocido como persona no es persona. Lo que tiene que interesarnos en este orden de ideas es el hecho de que aquí se considera el derecho a la vida como «valor» que debe ponderarse respecto de otro valor y que hay que sacrificar en determinadas circunstancias a este otro. En este caso triunfa naturalmente la libertad de investigación. Es un derecho fundamental incondicional. El especialista en derecho público Martin Kriele llamó la atención hace muchos años sobre el tema de los derechos incondicionados. La exigencia de respetar el derecho de los demás no es lo que los garantiza, porque de antemano está a un nivel inferior. El valor de la libertad del arte no tiene que medirse con el derecho de un hombre a que su coche no sea enterrado en hormigón. Y «nunca en la historia de la constitución de la libertad de investigación se le ocurrió pensar a alguien que Galileo debía haber tenido el derecho de instalar, sin previa autorización del propietario, su telescopio para observar el cielo en tejados ajenos que tuvieran una ubicación más favorable; ni aunque la ponderación entre la libertad de la ciencia y el derecho a la propiedad condujera, en este caso, a una prelación de la libertad de la ciencia».

Sólo en la República Federal alemana de los años setenta esto, de pronto, habría cambiado. Los artistas y científicos debían tener derecho a desfogar su individualismo autónomo sin tener que respetar los derechos de sus conciudadanos. Afortunadamente esta nueva idea todavía no se ha trasladado al ámbito de la decisión responsable. Ésta presenta más bien el siguiente aspecto: el trompetista puede tocar su instrumento donde y las veces que quiera, pero no a costa de nuestro descanso nocturno; el artista puede enterrar coches en hormigón, pero no el nuestro; el científico puede utilizar libros, microscopios y observatorios, pero no los de otras personas sin su autorización; y todo esto sin lugar a dudas. Pero si los sujetos que están en la base de todos los valores y todas las valoraciones se entienden ellos mismos como «valores», entonces su estatus jurídico se convierte en un objeto de ponderación y los criterios de esta ponderación se determinan por las valoraciones de aquellos que son capaces de salirse con la suya del modo más efectivo. Los más débiles fracasan.

A mi modo de ver el discurso de la comunidad de valores es la expresión paradójica de un relativismo moral y político. Charles Péguy lo llamaba «modernismo» y modernismo significaba para él «no creer, lo que se cree». Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo honrado y lo abyecto, todo esto sólo sería la expresión de valoraciones subjetivas, individuales o colectivas. Todos valoramos, pero los relativistas occidentales enseguida ponen sus valoraciones en paréntesis. Y lo que permanece fuera de los paréntesis es precisamente el relativismo, que confunden con la tolerancia y mediante este truco lo proclaman como valor supremo. Pero dado que a todo el que tiene determinadas convicciones que no está dispuesto a poner en juego se le considera intolerante y puesto que con la intolerancia no parece haber tolerancia, el postulado de tolerancia se anula a sí mismo. Sólo es válido en un contexto relativista.

Pero, ¿qué significa entonces «comunidad de valores»?. No es la comunidad no
institucionalizable y oculta de aquellos que humildemente intentan conocer y hacer el bien, sino más bien la sociedad organizada de aquellos que presumen de haber encontrado la verdad; se podría decir que es una parodia de la iglesia cristiana, pues la verdad que sostienen proclama paradójicamente que respecto del bien y del mal no existe la verdad.

Los derechos humanos son algo respecto de lo cual hemos creado un consenso. El intento de mover también a hombres de otras culturas a reconocerlos falla precisamente en este concepto de comunidad de valores. Pues, si «nuestros valores» son el resultado de nuestra historia y de nuestras opciones, entonces no hay ningún motivo —excepto los de política del poder— para obligar a otros a aceptar nuestras opciones, por ejemplo, a aceptar que la dignidad humana debe concretarse en todas partes a través de las instituciones de las democracias parlamentarias y de los derechos humanos individualistas. Pero los valores en realidad nunca son algo a lo que optamos, sino algo que precede a las opciones y fundamenta estas opciones; por tanto, aquello en lo que creemos realmente. Aquello por lo que hemos optado y seguimos optando a causa de esta fe: eso es un ordenamiento jurídico.

La base de los valores de un ordenamiento jurídico moderno exige que los derechos de los ciudadanos, o de un grupo de ciudadanos, no dependa del hecho de que estos ciudadanos compartan esa base de valores y obedezcan las leyes, incluso si esta obediencia es simplemente la que se dispensa a un poder de ocupación extranjero para posibilitar que la vida siga en el propio país. Se obedece, pero no por pertenecer a su comunidad de valores, sino porque uno conoce el valor de la paz interna: pax illis et nobis communis, como escribió San Agustín.

La futura Europa sólo podrá ser una comunidad jurídica en la que todos los ciudadanos de los países de tradición europea encuentren un techo común, si posibilita y protege comunidades con valoraciones comunes, pero renunciando ella misma a ser una comunidad de valores.

HOW ECONOMIC LANGUAGE AND ASSUMPTIONS UNDERMINE ETHICS: REDISCOVERING HUMAN VALUES

[Paper prepared for and presented at the Inaugural Lecture of the Rafael Escola Chair of Ethics at the School of Engineering of the University of Navarre in San Sebastian, Spain. It is published in Tecnun Journal num. 1 (May 2004). - The recent spate of financial scandals begs for explanation and remediation. Evaluating actions primarily in terms of their consequences, often narrowly defined in terms of efficiency, productivity, or profit, is one source of the problem. And, current conceptions of economics emphasize the importance of outcomes above all and the primacy of outcomes to shareholders in evaluating results. Therefore, a case can be made that it is consequentialist logic and thinking, produced in part by economic language and assumptions, that have helped create the current situation. Remedying the problem will entail exposing students to alternative models of behavior and emphasizing, in both school and organizations, doing the right things, not simply doing things for the presumably right reasons. In following this path of emphasizing values as well as consequences, there is hope for the professionalization of management.]

#102 ::Varios Categoria-Varios: Etica y Antropologia

by Jeffrey Pfeffer, School of Business, Stanford University, California, U.S.A.

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We have learned a lot in the last several years. We have learned that the use of equity incentives, such as stock options, for CEOs does not ensure that companies will be well managed or that shareholders will benefit from the supposed alignment of their interests with senior executives (e.g., Blasi and Kruse, 2004; Dalton, et al., 2003). On the contrary, many people now believe that options encouraged highly risky behavior and the various corporate scandals that occurred (e.g., Pfeffer, 1998; Morgenson, 2002). We have learned that the unfettered, single-minded pursuit of shareholder value is not necessarily good for companies, their employees, or maybe even for the shareholders (Jacobs, 1991). This lesson, which has both a theoretical and empirical foundation (Aoki, 1988), seems to be repeatedly forgotten. We have learned that CEO tenure is declining (Blumenthal, 2003; Martin, 2000; Radler, 2003), even as CEO pay continues to rise—both absolutely and relative to the pay of others in the organization—and that CEO compensation seems to have only a weak relationship to company performance (e.g., Crystal, 1991; Jensen and Murphy, 1990). We have learned that senior leaders of business organizations, at least in the United States, are now among the least respected people in public opinion surveys (Carroll, 2003), and that the capital markets and business face a crisis of legitimacy that stands in sharp contrast to the situation of a few years ago.

What we have yet to do is to put these various observations together and to figure out how and why this all came about and what might be done about it. In this paper, I want to offer my perspective on what has gone on and why, a perspective informed both by data and by social science theory, and to use this diagnosis to come up with some ideas to make the future both different from and better than the past.


The argument proceeds as follows. One root cause of the wave of corporate scandals and financial misconduct is not simply the primacy of shareholder value as the objective for companies and their leaders, but something even more fundamental: the dominance of a logic that says that organizations and their leaders undertake, and should undertake, actions mostly if not solely for intended consequences defined almost exclusively in economic or efficiency terms. The idea that actions are to evaluated by their consequences is so commonplace as to be almost unexceptionable, being an important premise of behaviorism in social psychology (Skinner, 1969; Luthans and Kreitner, 1985) as well as an assumption of economics, where utility maximization is a basic foundation of the theory (e.g., Kuttner, 1996: 41). But, this consequentialist logic almost necessarily leads to unethical behavior on the part of business school students and corporate leaders. That is so for some simple reasons. It is almost always possible to construct a rationale for doing almost anything if the only metric to be applied to the action is the potential positive consequence for something like shareholder value in the case of corporate leaders or academic success, as measured by graduation or higher grades, in the case of students, and if other concerns such as the appropriateness or moral dimension of the behavior in question are ignored.


Consider two examples to help see the plausibility of the argument. Robert Jaedicke is a former accounting professor and the former associate dean and dean of the Stanford business school. He was also the chairman of the audit committee of Enron and served on the Enron board since the mid-1980s. The question posed by those who know Jaedicke well is how could this ethical, honest, and decent man have been caught up in such a massive financial fraud? There are many possible and plausible answers, including a) the complexity of the transactions that ultimately brought the demise of Enron, b) Jaedicke’s long association with the company and its CEO, Ken Lay, that may have made him complacent and reluctant to challenge a long-time colleague, and c) the fact that responsibility can become diffused when many people are present and observing an action (e.g., Latane and Darley, 1968), in that no single individual may feel particularly responsible or comfortable with disagreeing with the others. But there is another possibility as well. Suppose Enron, with its high stock price, needed to show growing earnings or earnings of a certain amount as expected by analysts in order to maintain and even increase that share price. A transaction is presented with the following possible outcomes: approve the possibly questionable deal and permit the company to continue to report favorable financial results and maintain the stock price, or refuse to approve it and potentially face a calamitous decline in shareholder value. If maintaining shareholder value is the only thing that matters—if it is only the short-term results that count—it is clear that there will be enormous pressures to approve the deal and, in fact, doing so is probably the logical thing to do.


Or consider another example. If students attend school solely to get a better job when they graduate, then what matters is getting in and getting out of the program, not necessarily what they learn or what they do while they are there. With a logic that says school is a means to an end, cheating or otherwise cutting corners will appear more acceptable, compared to a situation where students are in school because of their interest in the subject and their desire to master the material, or to learn a set of values and behaviors that will form a foundation for subsequent conduct. In these latter cases, cutting corners or cheating will be almost inconceivable, since doing so would diminish the students’ enjoyment of and engagement in the material in the first instance and result in their learning the wrong lesson and bad behavior in the second.


This potential downside of doing everything “in order to…” raises an additional question: Where did we learn that the only thing that mattered is outcomes or results, often narrowly conceived in economic or efficiency terms, with less concern for how they are produced or what effects actions may have on other stakeholders? One source, albeit not the only one, for this idea is economic theory with its associated language and assumptions that have come to dominate modern discourse and thinking. So, the argument is that economic language and assumptions produce an emphasis on outcomes narrowly defined, and in turn, this emphasis on consequences creates an environment in which cutting corners, cheating, and unethical behavior—because the ends justify what means are required—becomes more likely. Because business schools are increasingly dominated by economics, the education of business school students may be as much a part of the problem as the solution. And because modern management has adopted both the language and the principles of economics to the exclusion of alternative perspectives, management is hampered in becoming a true profession, where professionalization is defined, in part, by the requirement to act in the best interests of others, such as clients, not solely for one’s own gain (Khurana, Nohria, and Penrice, 2004).


This line of argument has implications for how we educate students and for how we think about the management process. The most important implication is an idea that is not new—that values matter, not just for abstract discussions of philosophy and education, but for the management of organizations as well. Only if and when we become comfortable and committed to building organizations anchored in fundamental human values will the potential ill effects of consequentialist thinking be diminished.

WHAT IS WRONG WITH THINKING JUST IN TERMS OF CONSEQUENCES

Perhaps the best place to describe what the logic of consequences is and what’s wrong with it is to look at one reaction to some of my own writing. Some years ago I wrote a book entitled The Human Equation: Building Profits by Putting People First (Pfeffer, 1998). In that book, I made the argument that there were a set of high performance or high commitment work practices that were both good for profits and good for people—that the interests of people (or labor) and the interests of companies (or capital) were not inexorably or inevitably in opposition, as various labor process theories had maintained (e.g., Parker and Slaughter, 1988; Graham, 1995; Marchington and Grugulis, 2000). For instance, providing people with information about the company and its operations and strategy—open book management (e.g., Davis, 1997; Case, 1995; Stack, 1994)—and letting people make decisions using that information in a decentralized structure, was good for people as it encouraged them to learn and develop new competencies and also permitted them to actually use their gifts and skills in their work life, thereby becoming more self-actualized on the job. These practices of information sharing and decentralization were also good for companies (e.g., Levine and Tyson, 1990). Decentralized decision making and information sharing enlisted discretionary effort on the part of people who were more likely to feel engaged in and committed to an enterprise where they had some say in what occurred and were trusted with data and treated like responsible adults, and also permitted the organization to access and use the knowledge of front-line employees who frequently accumulated vast amounts of tacit knowledge from their years of experience.


One of the companies that actually practiced a very decentralized style of management with lots of information sharing was the large independent power produced AES (O’Reilly and Pfeffer, 2000: Ch. 7). The CEO at the time, Dennis Bakke, came to Stanford and talked about the company and its operations and values. Although Dennis agreed with many of the points about the connections between management practices and economic results, he did not like the subtitle of the book, “Building Profits by Putting People First,” at all, because he objected to the link it made between people management and company profitability. His argument was as follows: There are some things that ought to be done not because of their consequences, but because they are simply the right thing to do, regardless of their economic consequences. Because people spent so much of their life at work, had their identities to some extent tied up with their organizational role, and depended for their livelihood on their employer, what happened to them at work was really important. Therefore, treating people with respect and dignity, letting them develop all of their potential and capabilities, providing an environment where they could make decisions, and basing their compensation on the economic success of the organization so they could fully share in that success represented not just some management practices to induce higher productivity, but rather some fundamental principles that should form the basis of people’s relationship with their employers. Bakke argued that if you did something, like encourage people to learn and make decisions, in order to accomplish some business or financial objective, the behavior or management approach would necessarily be contingent or conditional on the ability to demonstrate, and to continue to be able to demonstrate, the connection between that behavior and its business results. Once that connection was no longer evident or came into question, the implementation of a management approach that was so beneficial for people would be in peril.


What Bakke was addressing and critiquing in my writing was the fundamental issue of consequentialist thinking and what he was advocating, at least in some circumstances, is its opposite: the idea that there are basic duties, rights, and obligations—fundamental moral principles—that need to be followed regardless of their consequences (see Bakke, 2005). The idea that there are fundamental rights, duties, and obligations that transcend consequences such as economic efficiency seems to me to be under attack and very much suspect in the contemporary environment. In our schools, particularly business schools, the place that I know best, and particularly in the United States, the country I know best, we are in both subtle and less subtle ways encouraging people to focus on outcomes and results—consequences—and to believe, as a result, that the ends—most frequently economic ends of efficiency and productivity—justify the means.


As one example, consider the case of collective bargaining and unionization in the United States. The proportion of the labor force covered by collective representation has declined from about one-third of the labor force in the 1950s to about 10 percent today (Adams, 1995). Unionization or its opposite, remaining nonunion, is almost invariably discussed in terms of the effects of unions on profits, productivity, and competitiveness, for instance, as affected by union impacts on wage rates (e.g., Freeman and Medoff, 1984). Opposition to unionization, when it does not rest on ideological grounds, is resisted by managers who believe that unionization delimits their discretion in organizing and managing enterprises which must respond quickly to changing competitive conditions (Kochan, Katz, and McKersie, 1986).


What is somehow lost in the debate about union effects on economic efficiency and allocative outcomes is the fact that the right to bargain collectively and the associated right of freedom of association has, for literally decades, been considered to be a fundamental human right (e.g., Adams, 2002). The International Labor Organization, an agency of the United Nations, again in 1998 reiterated something first stated in the 1940s: the responsibility of member states to respect and promote five fundamental human rights. These rights are freedom of association, effective recognition of the right to collective bargaining, the elimination of all forms of forced or compulsory labor (slavery), the abolition of child labor, and the elimination of discrimination in employment (Adams, 2001: 524). If freedom of association and the right to bargain collectively is a fundamental human right, then as such, it takes primacy over considerations such as whether collective bargaining is efficient, or its effects on productivity, or even its effects on national competitiveness (Adams, 1999). In the discussions of the consequences of unions on economic outcomes, we see the reprise of debates about whether child labor and health and safety in the workplace, for instance, should be regulated by the government because of the “costs” of those regulations on employment and competitiveness.


The problems with an approach that emphasizes consequences over rights and social values are many. The likelihood of dishonest behavior is increased, as evidence to be discussed below suggests. But there are other costs as well. As the large literature on intrinsic motivation and insufficient justification argues (e.g., Deci, 1975; Lepper and Greene, 1975), when people do things to achieve some reward or avoid some punishment—when their actions are primarily motivated, in other words, by the anticipation of future extrinsic consequences—intrinsic task motivation and interest goes down. Moreover, there is evidence that at least some people seek meaning and spiritual fulfillment in their work and organizational affiliations (Ashmos and Duchon, 2000; Mitroff and Denton, 1999). To the extent that the ability to achieve fulfillment of these spiritual goals in the work setting get compromised by the demands for achieving specific economic results regardless of the process, the consequence is what we currently observe—less employee loyalty, more turnover, and more efforts to find meaning in other, nonwork aspects of people’s lives.

METRICS FOR ASSESSING MANAGEMENT PRACTICE

There was a time when a stakeholder model (e.g., Freeman, 1984; Jones and Wicks, 1999) of the business corporation was more accepted. The idea was that companies had numerous stakeholder groups, including employees, customers, creditors, and shareholders, and it was the task of senior management to balance the demands of each of these groups. This point of view was not just a normative position on how things should be, it was (and is) also descriptively accurate. Without customers, there is no company. Without employees a company would not be able to provide goods and services to its customers. And, companies need capital, in the form of debt and equity, so investors and creditors are also stakeholders with interests in the well being of the firm. Furthermore, as legal entities chartered by government, many believed that business firms also had a social responsibility to serve, or at least not harm, the larger social and physical environment in which they existed. Organizations require social legitimacy to survive (Pfeffer and Salancik, 1978: 193-202), and therefore need to engage in activities and adopt structures and practices that ensure this legitimacy.


Over time, for numerous reasons that need not concern us here (but see Kuttner, 1996, among others, for a discussion), the stakeholder model has fallen into disfavor and has been replaced by a conception of the business organization in which shareholders are preeminent. Although this movement clearly began in the United States, this idea of shareholder (as contrasted with stakeholder) capitalism is spreading, first to Europe and particularly the United Kingdom, and even to Japan. One argument for the normative goal of maximizing stock price is that this goal serves much like that of profit maximization in other economic models, such that pursuing this goal is consistent with maximizing efficiency (see Kuttner, 1996 for a description of the economic model of maximization and its assumptions). However, as Aoki (1988) has shown, this argument is not invariably true and under some conditions, management decisions that take into account the interests of employees as well as shareholders actually produce better results.
Empirically documenting the shift in the standards and criteria by which corporations are judged and assessing these standards on a comparative, as well as an historical basis, is an important task (see, for instance, Abegglen and Stalk, 1985, for a comparison of priorities in Japanese and U.S. corporations). For the present, we rely on one reasonable proxy, a study that examined what criteria were employed in management studies where some form of performance was the dependent variable. Walsh, Weber, and Margolis’s (2003) empirical study of management research found that interest in some measure of human welfare as an outcome of managerial action peaked in the late 1970s, but that recently very little management research considers anything other than economic performance or some variant of that as a dependent variable. They concluded that “the public interest…holds a tenuous place in management scholarship” (Walsh, et al, 2003: 860), and it seems reasonable to argue that this emphasis in management scholarship reflects broader trends in the larger society.

THE RESULTS OF CONSEQUENTIALIST LOGIC

As I have argued, if the only thing that matters is results, then almost any method undertaken to produce those results will be acceptable. We can trace the consequences of this logic in action most clearly if we explore the norms and culture of business school students.
Extensive data demonstrate three facts. First, business school students are the most instrumental in their orientation toward their education, viewing getting a degree in business mostly in terms of what it can do to enhance their salaries and job-finding prospects. So, Rynes, Trank, Lawson, and Ilies (2003: 270) noted that “research has shown that business students are more likely than almost any others…to view education primarily as a stepping stone to lucrative careers.” McCabe and Trevino (1995: 211) reported that business school students placed “the least importance on knowledge and understanding, economic and racial justice, and the significance of developing a meaningful philosophy of life” compared to other students. And, their study found that “students planning to enter business rated being well-off financially as a significantly more important life goal than any other occupational group” (McCabe and Trevino, 1995: 211). Moreover, similar results hold for students outside of the United States as well. A report from the United Kingdom stated that “over 90% of students take MBAs to improve their career opportunities” (Council for Excellence in Management and Leadership, 2002: 18). The idea that business school students are more “in it for the money” than students pursuing other occupations has developed a taken-for-granted aspect: “Any examination…of graduate management education must consider the return on investment for an MBA degree” (Bruce and Edgington, 2003: 12).


One interesting question is how much of these differences are the result of self-selection—students planning to enter business are different from other students even before they start their education—and how much of the difference is a consequence of what the schools teach students once they are enrolled. This question is not likely to be an either-or proposition, as both effects may be important. There is, however, little doubt that what business schools teach their students does have an effect on their values. For instance, the Aspen Institute has conducted a longitudinal study in which business school students were surveyed at various times as they progressed through their (in this case graduate) business education. The results of those surveys indicate that, over their time in the program, students rated shareholder value as a more important criterion for companies and rated criteria such as fulfilling customer needs and product quality less important (Aspen Institute, 2001).


Second, a more instrumental orientation toward education results, not surprisingly, in more cheating in school. McCabe and Trevino (1996) found that students who were attending school primarily in order to obtain a credential to get a better job were more willing to cut corners and cheat than students with a stronger intrinsic interest in the subject. And, McCabe and Trevino (1995) reported that the more importance their survey respondents placed on financial success, the more likely the respondents were to report cheating.


If business school students are more instrumentally oriented toward school, and an instrumental orientation is associated with cutting corners and cheating, then the inference would be that business school students are more likely to cheat and would be less likely to sanction academic dishonesty. And that is precisely what the data show. Research by Don McCabe and his colleagues shows that undergraduate business school students are more likely to self-report cheating in their classes than other students such as those in programs related to law, medicine, or the sciences (McCabe, 2001; McCabe, Dukerich, and Dutton, 1991; 1992). The intention to go into business as a career is also a predictor of cheating (McCabe, 2001). As an example of the data on cheating that have been collected, McCabe and Trevino (1995: 210), in a survey of almost 16,000 undergraduates at 31 colleges and universities, found that “business majors report almost 50% more [cheating] violations than any of their peer groups and almost twice as many violations as the average student in our study.” As another piece of evidence, Hendershott, Drinan, and Cross (2000) reported that 66% of undergraduate business majors at a private, Catholic university had observed cheating on exams, as opposed to only 32.1% in law and 17.6% in nursing (cited in Brown and Choong, 2003: 30).


Students in business, concerned more just with outcomes and less attuned to the processes and values implied by those processes, are also less likely to try and do anything about cheating when they observe it than students in other fields. Hendershot, Drinan, and Cross (2000) reported that 11.3% of the law students, 3.2% of the nursing students, but 0% of the business students would report cheating to authorities if they observed it occurring (cited in Brown and Choong, 2003: 30).


Although there is obviously less opportunity to formally study how an emphasis on economic consequences plays itself out in the world of business and organizations more generally, there is certainly some evidence consistent with the argument that thinking primarily in terms of outcomes, at least to the extent that such thinking is characterized by people with business school backgrounds, can induce less than honest and ethical behavior. One study of organizational citations for violating occupational safety and health regulations found that the relationship between organizational size and number of citations was moderated by the MBA composition of the top management team (Williams, Barret, and Brabston, 2000). Specifically, “the link between firm size and corporate illegal activity becomes stronger as the percentage of TMT [top management team] members possessing an MBA degree…rises” (Williams, et al., 2000: 706).


Another strand of literature relevant to the effects of emphasizing consequences on behavior are studies that explore the effects of incentives on conduct. If we accept the argument that financial incentives given for achieving some result in an organization are likely to cause people to focus more on obtaining that result and less on anything other than this end consequence, then the evidence on incentive effects is relevant for our discussion of how an emphasis on consequences can distort behavior. So, for example, incentive pay for garbage truck drivers in Albuquerque, New Mexico, where the drivers get to go home at full pay as soon as they finish their routes, resulted in more traffic accidents and more drivers going to the dump with their trucks filled to over the legal limit (Associated Press, 2004). The recent scandal of overbooking oil reserves at Shell Oil Company may have its roots in the incentive to maintain the company’s stock price. “In a 2001 report, Houston consultants Rose and Associates noted the pressure on managers at publicly traded energy companies to ‘push the envelope of credibility in effort to buoy investor confidence and thus increase stock value’’’ (Cummins, et al., 2004). And, a study of teacher cheating in the Chicago public schools to artificially inflate students’ scores on standardized tests concluded that the observed frequency of cheating responded strongly to fairly minor changes in incentives (Jacob and Levitt, 2002). This evidence, then, is also consistent with the idea that an emphasis on consequences, created through incentives, provides an impetus to unethical and illegal behavior.

THE ROLE OF ECONOMICS AND ITS LANGUAGE AND ASSUMPTIONS IN THE PRODUCTION OF CONSEQUENTIALIST THINKING

The next part of the argument concerns where this emphasis on consequences above all else comes from. I argue that the emphasis on consequences, and mostly consequences measured in a reasonably circumscribed fashion, is in part the result of the ascendancy of economics and economic language. Economics has become the dominant social science. Fourcade-Gourinchas (2002) noted that nearly every country now offers economics classes in the higher education system. Citation patterns in academia show the growing importance of economics in political science (Green and Shapiro, 1994), law (Posner, 2003), and organization science (Pfeffer, 1997). Economics is cited more by other social sciences even as economics cites those other social sciences much less frequently (Pieters and Baumgartner, 2002: Baron and Hannan, 1994), which provides evidence of the status advantage enjoyed by economics.


Economics influences management practice and social policy through its language and assumptions, which become realized in institutional arrangements, norms of appropriate behavior, and by making some aspects of social life more or less salient through what gets talked about and the vocabulary that is used (Ferraro, Pfeffer, and Sutton, in press). Economics emphasizes consequences—the fundamental axioms begin with the assumption of utility maximization—and concepts such as productivity, efficiency, and, obviously, economic outcomes. Because people are assumed to be pursuing their own, individual utility maximization, the norm of self-interest is presumed to be powerful and both normative (people should behave according to the dictates of self-interest) and descriptive (people do behave following self-interest). Economics as a discipline is virtually value free, apart from the values of individual choice, rationality, and a belief in competitive markets. As Jost, et. al. (2003: 84) noted, “economists are usually careful not to claim that there is anything inherently fair, just, or morally legitimate about market procedures and outcomes,” and Sen (1985) has also commented on the absence of moral considerations in discussing economic allocative systems.
If economics education produces more of a focus on consequences in equilibrium—where the idea of equilibrium end state is another important part of much of economic analysis—and less focus on the processes that produce these equilibria, and if consequentialist thinking does, as we argued above, tend to produce more opportunistic and unethical behavior, then the logical inference is that those with economics training should act differently than those without such training. And a growing body of evidence suggests that this difference in behavior does, in fact, occur.


Marwell and Ames (1981: 306-307), in a series of twelve experiments, found that people voluntarily contributed a substantial proportion of their resources to provision of a public good in contravention of the idea of free-riding, with one exception: economic graduate students were far more likely to free ride than any other group, contributing only about 20 percent of their resources to the group, compared to the 42 percent contributed by non-economists. In an experiment using a threshold game, Cadsby and Maynes (1998) found that economics and business students, compared to nurses, tended to move toward an inefficient free-riding equilibrium more frequently. Using an ultimatum game (e.g., Thaler, 1988), Carter and Irons (1991) observed that student subjects who were majoring in economics tended to keep more resources for themselves than students who had declared a major other than economics and were not enrolled in an economics course. Frank and Schulze (2000) provided evidence that economics students were more corruptible than others. In an experiment, students in a German university were asked to recommend a plumber for a film club from a set of offers that varied both by the price charged and by the amount the recommender would receive if the plumber they recommended were selected. Economics students were more likely than others to recommend a plumber that charged a higher price when they personally received more money for doing so. Frank, Gilovich, and Regan (1993) reported that economists defected more often in a prisoner’s dilemma game and that economics professors were less likely than those from other disciplines to donate to charity.


As in the review of the studies of business school student cheating, the issue arises as to whether these results, and those of other, similar studies, reflect the consequence of self-selection or if it is the actual learning of economics and its principles, assumptions, and language that creates these behaviors. Both processes, of course, may be operating and they are not mutually exclusive. The typical study tries to resolve this issue by comparing populations at an early stage in their education when they have decided on a major but not yet had extensive exposure to coursework with populations, some portion of which have had a number of courses in economics. Carter and Irons (1991) concluded that economists are born, rather than being made through coursework, while Frank, Gilovich, and Regan (1993) provided evidence that more exposure to economics inhibited cooperation on a prisoner’s dilemma task, suggesting that self-interested behavior was learned. Resolving this issue is not straightforward, because of the idea of anticipatory socialization. People may, once choosing to enter an organization, occupation, or profession, come to identify with their chosen career destination even before they enter, and conform to what they believe the norms and values of their target are perceived to be. So, if economics majors believe that economics teaches the norm of self-interest, they may adopt that norm and associated behaviors even before they are exposed to the courses, in anticipation of joining the economics community.

ALTERNATIVE FRAMES FOR UNDERSTANDING BEHAVIOR

We have seen that training in economics seems to be associated with less cooperative (in prisoner’s dilemma situations, for instance), more corrupt behavior characterized by more free riding. It is also the case that economic language and assumptions and the evaluation of decision outcomes solely in economic efficiency or productivity dimensions is consistent with, if not causal of, an emphasis on the logic of consequences, narrowly construed. And this consequentialist logic has its own pernicious effects on behavior. Moreover, it is not the case that economic language, assumptions, and theory dominate because there are not plausible rival alternative perspectives on organizations. In fact, there are several such perspectives that may offer a better lens through which to understand organizations and also to provide a theoretical foundation for understanding and building ethical, cooperative behavior. I briefly outline a few of these alternative perspectives below.


It is important at the outset to recognize that although an economic model of behavior with its associated language and assumptions has come to dominate both policy making and thinking and has assumed an almost taken-for-granted aspect, this dominance is not based on the economic model’s ability to more accurately explain or predict behavior, nor is it premised on the approach’s value as a guide to public or social policy. Kuttner (1996) has presented examples where reliance solely on market mechanisms and price signals leads to policy prescriptions that are logically problematic and empirically false in their implications. Bazerman (in press) has argued that many of the predictions of the economic model have been shown to be false, for instance, by the work in behavioral decision theory that has challenged many of the assumptions of individual rationality.


If economic theory is not so successful in understanding behavior, how does its acceptance and indeed dominance persist? One answer is that theories and their associated language and assumptions matter and are not solely of academic interest because those theories, once widely accepted and believed, come to affect the norms that govern behavior and become true because they are believed, even if they were initially false. As Robert Frank (1988: 237) noted, “Views about human nature have important practical consequences….[O]ur beliefs about human nature help shape human nature itself….Our ideas about the limits of human potential model what we aspire to become.”


Dale Miller’s (1999) analysis of the norm of self-interest shows how this process can work. Ratner and Miller (2001), for instance, found that because people believed in the norm of self-interest, people believed they would be negatively evaluated if they acted on behalf of a cause in which they lacked vested interest or acted again their own apparent interest. Miller (1999: 1053) argued that people acted on the basis of self-interest not because they necessarily were self-interested but because they believed that, both descriptively and normatively, that was what other people did and what they should do, so that people act and speak as if the theory of self-interested behavior were true “because they believe to do otherwise is to violate a powerful descriptive and prescriptive expectation.” By acting as if the theory of self-interest were true, of course, people made the theory true, transforming “image into reality” (Miller, 1999: 1053).
If the image of people propounded by economic models—individualistic, self-interested, free-riders prone to shirking and opportunism—can become self-fulfilling prophecies, so, too, could other conceptions of people. One such alternative perspective is a social model of behavior. As Blau (1977: 1) stated, “The fundamental fact of social life is precisely that it is social—that human beings do not live in isolation but associate with other human beings.” People value these social relationships, in that studies of job satisfaction show that coworker satisfaction is an important component of people’s affective reaction to their work environment. People seek to join and remain in organizations where they can work with others they like and respect. Social relationships help individuals resolve uncertainty (Festinger, 1954). We rely on others to help us make sense of our world, to confirm our attitudes and beliefs, and to help us decide what to do (Salancik and Pfeffer, 1978). Social influence is both pervasive and important.


The importance of social ties and social relationships means that beliefs and practices, not just products or innovations, diffuse through social networks, so that network structure and the content of what is passed through the network are both important. We learn from others—directly and by watching what happens to them, so-called vicarious learning. Unfortunately what we have learned recently is that there is little social opprobrium for violating laws and regulations. Notoriety seems to be more important than what that notoriety is based on—witness the case of Donald Trump, whose businesses are failing but whose appearance on a television program, The Apprentice, has made him someone who is a presumed expert on management and business.


If social relations are important, then several things logically follow. First, it is unproductive to try and understand behavior by looking at social units in isolation, considering only preferences or payoffs from the point of view of the focal individual or organization. Instead, behavior is best understood by considering the social environment in which it occurs, and what that environment makes both salient and attractive. Second, we have an explanation for why people are less prone to free-riding, opportunism, and defecting in mixed-motive situations than some economic models predict: people value social relationships and are willing to forgo immediate self-interest to do things to maintain social ties with important others and to keep their reputations as reliable and trustworthy partners. Absent instruction that tells people that cooperation is counternormative and inappropriate, actions such as collaboration and cooperation that maintain social ties are the most likely behaviors that people will undertake.
Strong culture organizations do things to strengthen the importance and strength of social bonds among people, in the process diminishing individualistic, self-interested behavior and strengthening a sense of collective responsibility and obligation. Southwest Airlines, for instance, the only airline in the U.S. that has been profitable each of the past 30 years, does not prohibit employees who are related or married to each other from working for the company, although they obviously can not supervise each other. The Men’s Wearhouse, a $1.3 billion (sales) retailer of tailored men’s clothing with about a 20% share of the men’s suit market in the U.S., encourages employees to socialize with each other outside of work. It holds elaborate Christmas parties throughout the U.S. and provides a budget to store managers to sponsor social events that involve its people. Southwest Airlines and the Men’s Wearhouse both have values that put employees first, ahead of even customers and well ahead of shareholders. It would be interesting to empirically assess the extent to which strong organizational cultures with values of social obligation and mutual trust and respect score higher on dimensions of ethical behavior. The theoretical expectation is obviously that they would. In contrast, companies such as Enron and Tyco were not just places that defrauded investors, they were also nasty places to work with competitive, cut-throat cultures (see, for instance, McLean and Elkind, 2003: Ch. 5 for a description of the Enron environment). And they were also organizations that did not do well for and by their customers, such as the state of California that was overcharged for electricity.


Yet another model of human behavior has been proposed by Etzioni (1988), who noted that people pursue two goals in their actions: pleasure (or utility) and morality. Means, not just ends, are important to people, and an individual obtains “a sense of affirmation…when a person abides by his or her moral commitments” (Etzioni, 1988: 36). Etzioni reviewed extensive evidence that suggested that people did not act in solely self-interested ways but often exhibited altruistic behavior, even in such individualistic acts as voting. He interpreted these data as showing that people were concerned with what they did, not just the benefits or costs of their actions. Frank (1988; 1990) also argued that individuals forgo self-interest not simply to help their reputation and facilitate subsequent transactions, but because individuals are interested in engaging in commitments that strengthened their likelihood of behaving in ways they felt were right and appropriate. He wrote, “The motive is not to avoid the possibility of being caught, but to maintain and strengthen the predisposition to behave honestly” (Frank, 1988: 95).
At the organizational as contrasted with the individual level of analysis, the institutional theory of organizations also has a strong normative component. As Scott (1995: 37) noted, “emphasis…is placed on normative rules that introduce a prescriptive, evaluative and obligatory dimension to social life. And rules, norms, and duties are argued to be important by March and Olsen (1989) in their analysis of political institutions.


Except from the perspective of neoclassical economics, the idea that organizations and individuals are governed by rules and norms and care about means as well as ends—the path as well as the objective—seems obvious. But the question remains as to where the particular rules and norms that govern behavior originate and how they become institutionalized and how they change over time. It seems clear that norms and rules are problematic, in that their content is contested and their maintenance requires constant vigilance and sanctioning. After all, a norm that is violated and not sanctioned will, over time, no longer be a norm at all. In that sense, the moral dimension of behavior is also self-reinforcing, in that if rules and norms are maintained by the collectivity, people come to see such rules and norms as part of the environment and take them for granted. By the same token, if rules and norms are left unenforced and untransmitted, people will behave accordingly and there will be a breakdown in the moral, rule-based foundation for behavior.


So, the normative or moral model of behavior, much like the social model, directs our attention to the production and reproduction of rules, attitudes, and norms as people interact. Self-interest can be assumed or taken for granted, but the rules that govern individual and organizational behavior must be created and maintained. This is one of the crucial tasks of organizational leadership. This creation and maintenance of the social order can scarcely be left just to markets, which are, by their very definition, arenas in which the self-interested behaviors of numerous autonomous actors get worked out.

SOME IMPLICATIONS

There are several implications that follow from the preceding analysis and data. The first is what should be at least a portion of the content of education in professional schools such as schools of business and engineering. Business schools, facing a crisis of legitimacy in the 1950s, have increasingly become social science departments in an effort to gain respect. As Grey (2001: S27) noted, business schools “fear…the scorn of other, more traditional academic subjects.” To some extent for campus legitimacy and other reasons, engineering schools have also turned increasingly to their scientific roots. Curricula have, as a consequence, become ostensibly value free and places to learn the mastery of subject matter and technique. Although Harvard Business School has recently put material on leadership, ethics, and values into a required core course, this effort is the exception rather than the rule. A more typical scenario is adding elective courses on ethics and values when scandals occur, but enrollments are often limited and such courses fall off the schedule when the public attention to organizational misconduct wanes.


There is, of course, nothing wrong with science and social science, and certainly theory and academic scholarship should and does form a critical foundation for education in management and related disciplines. But if we look at law and medicine, it is clear that understanding techniques, data, and methods is not enough. Phil Larson, formerly head of the anesthesiology department at Stanford and a former student in the Sloan program, once told me that to be a good and successful doctor, individuals not only required a mastery of both the knowledge and techniques and skills of medicine, but they had to be doctors, to identify with the role, to comport themselves in a certain way, to talk a certain way, and, in other words, to be fully identified with the physician role. Doctors take the Hippocratic oath as a way of publicly asserting certain professional obligations. In a similar fashion, lawyers are officers of the court, admission to the bar requires passing an examination on legal ethics, and ethics and values are a more prominent part of the curricula in law school than in the typical business school.
What this implies is that rather than being an optional elective to be added or deleted as corporate scandals wax and wane, considerations of values and ethics must be more centrally integrated into the curricula of business schools and, for that matter, schools of engineering and universities as a whole. As Khurana, et al. (2004) noted, the professionalization of management is very much unfinished business. Professions are characterized by a common body of knowledge, a system for certifying individuals are fit to practice the profession, a commitment to use knowledge for the benefit of clients and the general public and to place the practitioner’s interests first, and a code of ethics with provisions for monitoring and sanctioning violations (Khurana, et al., 2004: 3). The absence of ethical codes of conduct and professional norms of public service—almost impossible following the implications of consequential, economistic logic—stands in the way of management being a profession. Thus, the introduction of values into management education and development would seem to be an essential first step toward increasing the professionalization of management.


Some will complain that values and ethics have only a limited place in academic institutions, which need to emphasize the scientific and objective bases of knowledge and practice. But, contemporary education is not value free now. By emphasizing the consequences of choices rather than the values underlying the choices and decisions themselves, and focusing on those consequences primarily through a relatively narrow, focused lens of efficiency and competitiveness, our curricula and discourse already influences how students come to see the world. Moreover, an effort to imbue ethical behavior and thinking requires exposing students to other, alternative conceptions, language, and frameworks for apprehending behavior besides economics, and possibly even building those frameworks into numerous courses where students can see the implications of following one or another line of analysis.


The implications for organizations are, in many ways, parallel to those for educational organizations. It is nice to have ombudsmen and internal auditors and chief ethics officers, and it is nice to have CEOs attest to the honesty of the financial statements their companies publish, something now required by the Sarbanes-Oxley legislative reforms. But none of this will make much substantial difference, as formal rules and regulations can be avoided or even fought until they disappear, just as many executives are currently fighting the accounting proposal to require that stock options be expensed on corporate income statements. People inside organizations learn what really matters in numerous ways—by what is talked about, by what questions get asked, by who gets rewarded, by who and what gets recognized and applauded. Unless and until companies become more concerned about processes and behaviors in their own right, as well as their consequences, and unless and until some groups other than those who once supplied equity capital—shareholders—receive attention in the focus and substance of organizational decisions, not much will change.


Here there is, possibly, some hope for there is evidence that organizations can do well by doing good. O’Reilly and Pfeffer (2000) reviewed both case examples and statistical studies that showed that the implementation of high commitment work practices, founded on a set of assumptions about people, organizations, and management, could produce sustained success over a long period of time. They posed the question as to what the barriers to imitation were, why companies did not easily or quickly imitate Southwest Airlines or Toyota, for example. Their answer was the primary role and importance of values:"…money by itself isn’t sufficient for motivating really long-term high performance. As David Russo has noted, a raise is only a raise for thirty days; after that, it’s just your salary….values...act as a gyroscope for the organization, keeping it focused on its core capabilities….values provide a cornerstone for the design of a selection process that helps attract the right types of people….The result is that these organizations are able to capture more of the skills and talents of their employees than their competitors." (p. 235-236).


But perhaps the most fundamental implication of the foregoing analysis is simply this: what is required for different conduct—and different outcomes—is a different way of thinking. As Kathryn Clubb, former partner in charge of partner development for Accenture, so nicely put it, in order to have different results, you have to do different things. But in order to do different things, at least on a consistent and long-lasting basis, you must actually think differently. Economics is not just a theory but a language and set of assumptions that can, over time, become normative guidelines to behavior. Challenging the rise of consequentialist logic and its potentially pernicious effects requires confronting assumptions, language, and implicit norms and values in a substantive debate that then becomes implemented in what is taught in universities, in corporate executive programs, and in other domains where information and values are transmitted. Building social values into the fabric of organizations requires not just posting values on wall plaques or cards carried in wallets or purses, but in infusing these values—values of social connection and moral behavior—into the very fabric of organizational practices and decisions. It is only by debating and discussing the deep consequences of the values implicit and embedded in our models of human behavior, and making conscious choices about what values we will choose to live by and inculcate in our schools and work organizations, that institutional reform can possibly be achieved and the future be both different from and possibly even better than the past.


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