25 diciembre 2004

LA DECLARACIÓN DE NULIDAD NO ES UN REMEDIO PASTORAL

[Una cosa es el posible deterioro en la vida matrimonial y otra la solución del problema. En la calle está el equívoco de que el divorcio disuelve sencillamente el matrimonio –lo cual es falso, porque el Estado no tiene ese poder- y a partir de ahí se ha extendido también esa mentalidad entre algunos fieles católicos: no acudiendo al divorcio, pero sí pensando que la "solución" puede venir por la nulidad. Ante ese posible modo viciado de razonar, para las situaciones de conflicto matrimonial, el autor sugiere tener en cuenta algunos principios que expone en este artículo.]

#087 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Juan Ignacio Banares

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A veces conviene revalorizar el ‘sentido común’. Es cierto que surgen dificultades en la vida conyugal y familiar, pero sería farisaico escandalizarse de ellas. Primero, porque es humano que existan en todos los aspectos de la vida. Después, porque se trata de una realidad que comprende un ámbito íntimo de relación entre los cónyuges y con los hijos, y el clima de las relaciones interpersonales resulta muy sensible a las variaciones. Y en tercer lugar, porque la conyugalidad constituye una señal de identidad en el ser (‘soy esposa/o’; como ‘soy hijo’; o ‘soy madre’) y permanece a través del tiempo (no es suprimible o borrable), lo que hace natural que antes o después puedan surgir dificultades.

La dificultad es un obstáculo para el logro de un fin, que exige en todo caso esfuerzo para removerlo -o bordearlo- y poder continuar. En sí misma, la dificultad no es algo malo: significa un reto y una exigencia, lo que da lugar a que cada uno ponga en juego lo mejor de sí mismo, como persona y -especialmente si es cristiano- como hijo de Dios.

La vida conyugal y familiar, con todas sus idas y venidas, con sus altibajos, con sus días extraordinarios y otros aparentemente monótonos, con sus tristezas y sus alegrías, es camino normal de la vocación cristiana para los casados. Por tanto, camino que lleva cotidianamente a la santidad, a las virtudes heroicas que Dios pide de sus hijos: virtudes que se construyen con luces y sombras, con remansos de sosiego y batallas con el propio yo, con el deslumbramiento de lo nuevo y la constancia en la guarda de los valores perennes.

No cabe, pues, pasar inconscientemente del término ‘conflictividad’ -que indica sin más una circunstancia de dificultad en la convivencia matrimonial- a la expresión ‘situación irreversible’ y de ahí a ‘nulidad matrimonial’ como si la declaración de la nulidad fuese el fin directamente pretendido como medio para ‘solucionar’ una situación pastoral compleja, o para dar ‘salida’ a una nueva voluntad de unos cónyuges. Una cosa es un deterioro en la vida matrimonial, y otra su solución.

En el ámbito civil prolifera el equívoco de que el divorcio disuelve el matrimonio existente –lo cual es falso, porque el Estado no tiene ese poder- y a partir de ahí se ha extendido la mentalidad de que, cuando existen conflictos conyugales, lo mejor es acudir a ese divorcio y ‘resolver’ así la situación. Este planteamiento se ha infiltrado en sectores de la sociedad y también en algunos fieles. Ciertamente, una persona con buena formación puede conocer y denunciar la falsedad y la injusticia que supone el divorcio por parte del Estado. Sin embargo, es fácil que se contagie la mentalidad -de fondo- que el sistema divorcista plantea: “si no hay acuerdo de voluntades entre los cónyuges, declárese disuelto el vínculo”. Cabe la tentación de trasladar un razonamiento de este tipo a otro que, bajo palabras cristianas, oculta la misma finalidad: “si hay dificultades graves, búsquese el modo de declarar nulo el matrimonio” Desde luego no se acepta el divorcio, pero la nulidad se ve como un bien que hay que alcanzar -a veces, como sea- para ‘salvar’ una situación o una voluntad de alguien.

Ante este planteamiento -muchas veces no consciente- es importante tener en cuenta varios principios:

1) La solución que propone la Iglesia para la dificultad en la convivencia matrimonial no es la nulidad (que, además, lógicamente sólo puede declararse cuando de verdad existe), sino el restablecimiento de la concordia entre los cónyuges. Hacia ahí deben encaminarse los esfuerzos humanos y sobrenaturales de todos los implicados.

2) Cuando se sospecha con indicios de verdad la existencia de una causa de nulidad en un matrimonio canónico, siempre que sea posible todos (cónyuges, pastores, asesores, familiares y amigos, abogados) han de poner los medios a su alcance para que las partes convaliden ese matrimonio.

3) Esta obligación moral es más fuerte en la medida en que la causa de la nulidad sea más externa al consentimiento matrimonial (un impedimento dispensable, un defecto de forma involuntario), o haya sido más claramente corregida (de hecho) en el transcurso de la vida conyugal.

4) La decisión última de iniciar una causa de nulidad sólo pertenece a los cónyuges (salvo algún caso en que está en juego un bien público). Son ellos quienes deben formar adecuadamente su conciencia -mediante los consejos oportunos en su caso- contando también con la gracia de Dios, con el bien que pueden hacer y con el mal que pueden evitar.

5) Iniciar una causa de nulidad, aun con indicios de ella, no es nunca una decisión ‘moralmente neutra’ sino grave, pues tiene mucho que ver con el modo de vivir la fe. Cabalmente, si no hay indicios claros, o la nulidad viniera provocada por factores meramente externos o ya sanados de hecho, pretender la nulidad sería un acto ciertamente inmoral. Por mucho que se intenten aprovechar los resquicios de la ley canónica: no todo lo jurídicamente posible es moralmente bueno.

Antes de aconsejar a quien se encuentra en conflicto, o antes de pedir consejo para la propia situación, deberían tenerse en cuenta estas consideraciones. No cabe olvidar que a lo largo de los siglos -también hoy- muchos matrimonios se han salvado, a pesar de momentos difíciles, por la decisión -a veces heroica- de vivir seriamente la fe cristiana y de vivirla en unidad, en todos los ámbitos.

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