31 octubre 2004

UN RESPETO AL LENGUAJE

[El autor de este artículo, catedrático de Lengua española, pide un respeto para las palabras y, en concreto, para las palabras familia y matrimonio que han estado proscritas mucho tiempo en el discurso político considerado "progresista", en contraste con su uso abundante en el lenguaje corriente; y ahora, de repente, por real decreto, algunos quieren que pasen a designar esferas de la realidad que desde siempre les han sido ajenas.]

#033 ::Hogar Categoria-Matrimonio y Familia

por Manuel Casado Velarde
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El eufemismo es tan viejo como el lenguaje y uno de los motores de su constante cambio. Hay esferas de la realidad que, en todas las épocas y lugares, se resisten a comparecer en público y a la vista de todos, por motivos variados: pudor, respeto, miedo, mala conciencia… Es tal la fuerza evocadora de la palabra directa, que se busca un sucedáneo o subterfugio que difumine la presencia de lo mentado, sea ello una enfermedad, un defecto físico o moral, un proceso fisiológico, un encuentro íntimo, una acción deplorable, una situación negativa o la misma muerte.

Pero la realidad, terca como ella sola, termina siempre por impregnar de su contenido al sustituto eufemístico. En mi no larga vida, y perdón por lo ordinario del ejemplo, he conocido la serie de eufemismos retrete, wáter, servicio, baño, cuartito, lavabo… No se sabe cómo –mejor dicho: sí se sabe— la palabra que designa ese lugar tan necesario y de visita obligada acaba evocando lo designado. Y lo mismo sucede con series de eufemismos destinadas a cubrir lo que puede percibirse (sin motivo muchas veces) como limitaciones personales o sociales: invidente, discapacitado, en vías de desarrollo, subsahariano, etc. Nada que objetar a estos usos.

Pero amparándose en el hecho de que el lenguaje lo aguanta todo, no han faltado nunca –tampoco hoy— prestidigitadores de la palabra dispuestos a hacer del eufemismo un uso estratégico persuasivo –seductor, mejor— al servicio de variados intereses. Las ideologías comunista y nazi tienen un capítulo propio también en la historia lingüística del siglo XX. Y el capítulo del terrorismo aún sigue abierto. En todos estos casos se empieza hablando de eliminar “prejuicios morales” del lenguaje corriente y se termina por diseñar una lengua ideologizada capaz de justificar cualquier aberración: solución final del problema hebreo, democracia popular, impuesto revolucionario, ejército de liberación, daños colaterales y un largo etcétera. Aquí es cita obligada la novela de Orwell 1984, con su metamorfosis de “Ministerio de la Guerra” en “Ministerio del Amor”, supongo que pasando antes por “Ministerio del Ejército”, “Ministerio de Defensa” y “Ministerio de Seguridad”.

En estos últimos años ha sido tropicalmente fértil la creación de eufemismos en el campo de la bioética y de la familia, ámbitos en que están profundamente implicadas las historias y las decisiones personales, la conciencia y la libertad de cada cual. Y desde hace algunos lustros vivimos, en consecuencia, instalados en la mismísima torre de Babel. Pero, ojo, en una Babel en la que, a diferencia de la bíblica, pronunciamos materialmente las mismas palabras, pero con significados harto diferentes. Así ocurre con palabras o expresiones como amor, persona, pareja, compañero (sentimental), calidad de vida, embrión, muerte digna o buena muerte, libertad… Tenía razón Rosales cuando escribió que “la palabra que decimos / viene de lejos,/ y no tiene definición, / tiene argumento. / Cuando dices nunca, / cuando dices bueno, / estás contando tu historia / sin saberlo”.

Las palabras familia y matrimonio han estado proscritas mucho tiempo de todo discurso sedicentemente progresista, en contraste con su uso abundante en el lenguaje corriente. He presenciado, en entrevistas televisivas a determinados políticos, auténticos malabarismos verbales para evitar esos vocablos a todo trance. Y ahora, de pronto, se desea vivamente por parte de algunos que esas palabras, por real decreto, pasen a recubrir esferas de la realidad que desde siempre les han sido ajenas: en efecto, ninguna civilización humana conocida, desde Mesopotamia a la actualidad, ha equiparado las relaciones homosexuales con las uniones entre personas de distinto sexo. Aunque el objetivo final sea otro, lo que se logra de hecho con esta medida es firmar el acta de defunción de las palabras familia y matrimonio.

Habría que tener un mayor respeto al lenguaje. El lenguaje no es un juguete. Lo que hacemos con el lenguaje queda dentro de nosotros: nos lo hacemos a nosotros mismos. Como decía Octavio Paz, si se corrompe, nos corrompe. Si jubilamos las palabras que contienen lo que algunos llaman “prejuicios morales”, es decir, contenido ético (vg. robo, asesinato, chantaje terrorista, traición, tortura, prostitución, aborto, eutanasia…), estamos jubilando nuestra propia conciencia y nuestra dignidad. Escribe Amado Nervo que “nada más que con dar a las cosas su verdadero nombre, se produciría la revolución moral más tremenda que han visto los siglos”. Ojalá no tengamos que lamentarnos, como tantos intelectuales de Occidente en el siglo pasado, de haber sido complacientes con una mentalidad que quiere cambiarnos las palabras corrientes e imponer un lenguaje de diseño políticamente correcto.


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